El filósofo Antonio Lastra habla de bajar a la caverna siempre que sea posible como metáfora para explicar la necesidad de entrar en la corriente de la vida, dejando de lado el cómodo mundo de las ideas y del pensamiento abstracto para sumergirse así en las corrientes oceánicas de la existencia. Bajar a la calle ha sido desde aquel lejano año de 2008 en que nació Fritanga (y después Pura fritanga) el principio que ha guiado e iluminado estas frituras de alto contenido calórico.
Hoy bajé a la calle, a la ciudad. En ella se congregaban hinchas de fútbol abanderados y con ganas de juerga desde por la mañana. Coincidían con los pocos, escasos, casi insignificantes compradores de libros que entraban en las librerías para festejar el 23 de abril. Los futboleros ganaban por goleada a los letra-heridos. Si fuera al contrario, el mundo no sería, seguramente, mejor; sólo diferente.
En la librería Baobab, un emporio de libros infantiles y cachivaches lúdicos, no hay baños para sus tiernos clientes. La infancia comparte con la vejez estas urgencias. Supongo que en el bar de al lado (Churrería Los Remedios) ya estarán acostumbrados a la procesión de jóvenes en sprint de la mano de sus apurados progenitores. Es probable que por ello ofrezcan patatas fritas y churros con chocolate. Tras salir de la librería, nos apostamos en una barrita del lugar. Pido un cartucho de patatas. El perol donde supuestamente han sido fritas no humea; una espuma estigia flota moribunda sobre un fondo oscuro de aceite. Una joven introduce paletadas de patatas fritas en una bolsa de papel de escasa e incomprensible consistencia. Una supervisora con gafas modernas la observa como si fuera a meterle un sopapo en cualquier momento. “Muy lenta; demasiado lenta”, le dice. La novicia se da un poquito más de arte en colar la mercancía. “No tenemos prisa”, le espeto sabiendo que al sargento eso le daría igual. “Es que imagínate cuando esto esté lleno”. Me tutea sin mirarme a los ojos; los tiene clavados en esta pobre criatura que es incapaz de introducir más maquinalmente patatas. Nos cobran dos euros de tubérculo. Mis hijos esperan el alimento con ilusión. Hubiera sido imposible no darles este pequeño gusto. Apostados en la barra exterior observamos las evoluciones del mercado. Las patatas, dicho sea de paso, hacía un rato grande que habían pasado por el aceite. Sin cuerpo, sin firmeza, maldije mi poca vista para cambiar el paso y no caer en aquel lugar, pero mis hijos disfrutaban. Una abuela, un nieto y una nieta de más o menos ocho años se disponen a comprar un paquete. “Que la prueben antes”, le dice la señora a la madre que acaba de llegar. “Si no le gustan esas, le compras un paquete en el super de aquí”. Pasa un camarero con aire zumbón y chulo, fruto del país, como diría Larra. “Señora, están fritas aquí mismo”. Abuela y madre no hacen ni caso. La niña tuerce el gesto. Se van dando las gracias a la novicia. El fruto del país dice algo entre dientes. Llega una mujer rubia (aquí todas lo son) de unos cuarenta años. Pide un paquete. La novicia está más resuelta ahora. La sargento acaba de salir por la puerta con un patinete. Volverá a las siete, dice. La novicia se permite el lujo de mirar el móvil antes de proceder a la operación. Termina y le da el paquete a la rubia. La rubia lo toma por el borde con el pulgar y el índice. Lo sacude con contundencia y hace bajar el nivel de patatas considerablemente. “Llénamelo”, le suelta a la novicia. La joven, sin asomo alguno de vergüenza, dolor o preocupación, completa el vacío con un volumen de patatas por encima del nivel del mar.
Uno observa lo resuelto que es el personal del lugar. Los Remedios es un barrio clásico de la ciudad. Su conservadurismo no le priva de tener un aire vistoso para los que no lo habitamos. De hecho, es probable que sea de los pocos sitios que conservan su esencia, alejados como están de la masa dromomaníaca del turismo masivo que camina la ciudad.
Por la tarde me escapo a Mediamarkt. Sigo la recomendación de mi hermano sobre los precios y prestaciones de un lápiz de memoria usb. Una mujer me indica en la sección de planchas que las memorias están al final. Pienso en lo hermoso de que así sea: las memorias no pueden ocupar otro lugar que no sea un final de vida. Caigo en la cuenta de que la plancha de casa tiene el cable con más nudos que el Buque Escuela Juan Sebastián Elcano. Retorno al lugar del crimen y me encuentro con la misma mujer, con mascarilla. Tendrá casi los cincuenta. Le digo que necesito una plancha y que me aconseje alguna con las 4B (buena, bonita, barata y básica). “Lo importante es la suela”. Hace un panegírico de las planchas con “suela de acero”. Entiendo la indicación. “Así tendrá usted más calor para planchar camisas y pantalones”. “¿Y el lino?”, pregunto. “No me hable usted de lino, por favor”. La mujer me cuenta su vida: tiene un hijo de diecinueve años que no recoge la mesa, que no plancha, que no limpia, que no… Su carrera de periodista le impide hacer cualquier cesión a estas nimiedades domésticas. Estudia con dos móviles delante y un ordenador. “Tiene dos móviles: uno que le regaló su padre y otro yo; estamos separados”, dice lastimeramente (más por los dos móviles que por la separación). Se irá a Granada el año que viene. La mujer espera que la ciudad de La Alhambra lo reeduque. “Me dice que salga los domingo, pero, mire usted, yo los domingos los uso para limpiar, lavar y planchar. Él sale tres veces los domingos y me pide que le planche al menos tres camisas para el día y yo, cómo no, lo hago”. La observo con atención: sus pestañas de looping con las puntas de rimel petrificado y sus uñas de gel no logran esconder el deterioro. “Usted vive con un tío”, me atrevo a decirle. No puedo evitar hacer esta apreciación, pues conozco a “esos tíos” (da igual si son maridos, hijos o hermanos). Viven en el cómodo país de lo consuetudinario (hereropatriarcal, añadiría alguna fémina aguerrida). Me mira como si yo fuera un mensajero del cielo. Entiende mis palabras, pero sé, sabe, sabemos, que cambiar su mirada le supondría cambiar demasiadas cosas”. Me voy. “Aquí me tiene para lo que necesite”. La miro con agradecimiento, pero también con tristeza. Jornada partida, de lunes a sábado, “yo no soy tonta”, como reza el eslogan de la marca.
Vuelvo a casa pensando en que nuestra imagen del mundo está asentada en la mirada de nuestro entorno. Entre los exigentes compradores de patatas y esta mujer hay miles de gestos que los separan. El nivel de exigencia es un agujero negro cuando se convierte en una auto-exigencia que sólo complace a los otros.
Esta mañana compré los poemas de Safo en la editorial Acantilado y por la noche veré el Betis con mi hijo (seguramente un único tiempo). Lo pidió él porque en la escuela un compañero le dijo que el que ganara se llevaría la Copa del Rey (“el de los castillos y los caballeros, papá”). La infancia no entiende de banderas. Ojalá todos los que esta noche llenen el estadio y griten delante de la tele leyeran un poema de Safo al menos en la vida. Quizás habría menos camisas de lino que planchar.
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