lunes, 25 de abril de 2022

Soy demasiado fea



Las amapolas salpimentan los campos de margaritas en la carretera que lleva hasta la escuela de mi hijo. Una construcción extraña, que hacía de caballeriza tiempo ha, se mantiene en pie en medio del paisaje. Los trigales cabecean verdes aún con este aire de finales de abril. El mundo parece emerger con la fuerza oculta de la Primavera, que todo lo puede año tras año. Comienza también la caída necesaria de los tapabocas, complemento al que nos hemos acostumbrado sin demasiada reflexión al respecto. Observo con interés cómo su presencia no desaparece. La preocupación, la desconfianza (que muchas veces es vástago del miedo), la responsabilidad, etc. son los ropajes con los que vestimos el rechazo a una decisión avalada por los mismos que la impusieron. Parece que su uso y su necesidad han calado más allá de lo meramente sanitario. Los jóvenes con los que trabajo muestran morros, narices, granos, ortodoncias, boquitas pintadas, labios adolescentes; los muestran con la alegría de la liberación. Mis colegas se lo toman con más disciplina.


El diario El Mundo publicaba hace unos meses unos datos que tendrían que ser algo más que meros porcentajes para el comentario en el café: “Según el último informe de la Fundación Anar, que ayuda a niños y a adolescentes en riesgo, durante los primeros meses de la pandemia los diagnósticos de ansiedad entre jóvenes aumentaron un 280%, la baja autoestima un 212% y los casos de depresión casi un 88%. El final del confinamiento disparó los trastornos de alimentación un 826% respecto al año anterior y la vuelta a las aulas disparó las autolesiones un 246%”. Ansiedad, baja autoestima, depresión y autolesiones. Resulta curioso leer que la causa de estos preocupantes números es la pandemia y nunca la gestión de la misma. La difícil salida de tanta oscuridad deja a muchos de estos jóvenes en una delicada situación, tan delicada, que casi no se ve, pero que ya comienza a dar la cara en los pequeños gestos. Como muestra contaré que, de los pocos alumnos a los que imparto clase que motu proprio han decidido no despojarse de la mascarilla, la mayoría son alumnos hispanos. Observo que no se trata únicamente de una razón socio-sanitaria, sino del determinante canon de belleza ario-caucásico que los desplaza al maravilloso y poco transitado territorio (aunque ellos no lo crean) de la belleza latina, la cual no recoge (a no ser que sea por efectismos publicitarios) la corriente dominante.


“Soy demasiado fea”, me dice una joven cuando los demás le recriminan que no se quite la mascarilla. “No me gusto”. Reconoce que el tapabocas le ayuda a estar en el instituto y pasar desapercibida. Desoye, cuando hablo con ella a solas después de clase, el extraño e intangible concepto de la belleza interior; y tiene razón: la adolescencia poco sabe de esas bellezas, al menos de cara a la galería. En la intimidad me consta que existe esa sensibilidad, pero la humanidad ramplona y apresurada de nuestra época la deja en la estacada a la primera de cambio. Víctima de una autoestima en clara precipitación al vacío, mañana seguirá llevando medio rostro tapado. Ojalá que sea algo pasajero y que esas beligerantes amapolas que son las bocas adolescentes vuelvan, todas, a lanzar su halo de vida sin filtro a un mundo estupidizado, miedoso e irreflexivo. Sobre todo, porque resulta necesario... y hermoso.

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