Subí al Monte Gaiás a ver la Cidade da Cultura en Compostela. Faltaría más. El plop seco que se produce al destapar un bote de tomate Fruco es lo que he sentido pisando por primera vez este derroche de mármol colorido, piedra brasileña y dinero en forma de curva trivial. Giandomenico Amendola coloca estos logros de la arquitectura de nuestra era dentro del epígrafe “el código virtual” en su libro (nunca me cansaré de recomendarlo) La ciudad posmoderna. Si Robert Venturi en su citadísimo Learning from Las Vegas ponía a la ciudad americana como modelo para todo el pastiche que vendría luego en las merindades del tiempo en que vivimos, yo, por mi parte, me aventuro a desgranar aquí una serie de pseudo-teorías y aportaciones menores para la historiografía no venal de la arquitectura posmoderna aprovechando el plop:
1. Sospecho que los tiempos del tótem único, emergiendo de un plano ganado al mar, al viento o a alguna zona deprimida –reactivada especulativamente mediante museos, comisarias de policía, barrios acomodados o cubos comerciales–, ha llegado a su fin. Se impone ahora la ciudad con su correspondiente genitivo al lado (Ciudad de las Artes y las Ciencias, Ciudad de la Cultura, Ciudad de la Justicia, etc.). Atrás queda la orfandad de la monoestructura rompiendo la línea del horizonte, jugando al babélico entretenimiento de escudriñar el cielo de cerca. Los políticos han denostado la construcción icono por simplista y arriesgadamente efímera (siempre habrá quien escale el cielo más alto); en cambio, han descubierto el valor del concepto de la urbe prefabricada para algún uso preciso. Con esto no me estoy manifestando en contra de ellas, aunque leyendo a Llàtzer Moix y su Arquitectura milagrosa uno puede comprobar cuánto cuestan estas lindezas y la megalomanía compartida entre el gobierno local y el arquitecto de turno (los azulejitos que le gustan a Calatrava no se compran en el polvero Tato), llegando a la conclusión de que quizás tendrán que ejecutarse con la lupa de algún Organismo (no me pregunten cuál) encima.
2. Mi otra sospecha reposa sobre la idea de que el arquitecto estelar que gana concursos y sale en los suplementos dominicales junto a mascotas de eventos multitudinarios tiene lo que he dado en llamar el síndrome de Jonás. Allá donde el dromomaníaco contemporáneo posa su sandalia Quechua (ver las antiguas e interesantes fritangas “Sherezade en Túnez” y “El mundo como supermercado”) se alza un monstruo con apariencia de ballena varada al estilo Cidade da Cultura o a la manera de la T4, versión interior del mismo fenómeno desde donde el viajero puede ver el armazón óseo del monstruo animado por el colorido ascendente o descendente, según se mire. Estos cetáceos también habrían de ser vigilados por algún investigador de las profundidades.
Hasta aquí mis reflexiones de salida. Mañana continuaré falando da cousa, me llaman las sirenas de la siesta. Besos.
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