Creo que no engaño a nadie si digo que el mundo contemporáneo es un paraíso con demasiados expulsados. Individuos que por diferentes causas tienes que acabar dejando este supuesto locus amoenus y cerrar la verja con un malhumorado golpe de despedida. Pero, una vez fuera, lo que se ve al otro lado de la reja es tan subyugante, que al final uno siempre hace lo que puede para volver a esta fête mobile, de inimaginables proporciones, donde se dan cita todas las mendaces formas de vida que pautan los días del hombre y de la mujer de la multitud.
El bisturí es una buena forma de volver a llevar una brizna de hierba paradisíaca entre inmaculados y alineados dientes, mientras se exhiben atributos moldeados al calor de la lámpara del quirófano. Eso está bien, pero ¿qué me dicen del síndrome Sarkozy? Esa inaceptable condición del bajito que sufren algunos políticos a los que les ha tocado vivir el tiempo de las alfombras rojas y las fotos de gabinete ministerial a pie de escalera, sin la posibilidad de disimular la estatura a lomos de un corcel alado, lleva a más tipos de los que yo creía a recurrir a la tecnología Bertulli para añadir la magia de los siete centímetros más a sus zapatos.
En mi barrio un topo de olfato envidiable acaba de abrir una tienda en la que los escaparates tienen cristales glaseados. A estos a su vez se les ha dejado dos discretas bandas para que desde su interior sea posible ver la calle sin ser visto desde fuera. En un ambiente de cuidada intimidad, el cliente puede caminar, probarse y dudar sobre su calzado ante la mirada comprensiva de unos seres que, no sé si por requerimiento de la marca, son incluso más bajos que el comprador. Estos desterrados sólo han de pagar del orden de 120 pavos para dejarse ver de nuevo por las avenidas de la autocomplacencia.
Hace algunos años, cuando todo era una feria en la que se mezclaba el olor de la fritanga con el del primer caldo y el del solomillo, cuando la infelicidad era un estado espiritual con menos lazos de unión hacia lo tangible de lo que es ahora, mi amigo L. se montó en el primer taxi de una parada. Tras unos segundos de desconcierto, esperando que por algún lado apareciera el conductor, el vehículo inició la marcha fantasmalmente. L. se asomó para ver qué extraña criatura podía estar guiando sin asomar ni un pelo por el respaldo. El taxista era un humúnculo mal afeitado que miraba el recorrido a través de los radios del volante como un niño de seis años. Un ataque de tos del hombrecito favoreció la acumulación de flema esputante a pie de boca. El señor no tuvo más remedio que abrir la puerta del coche en marcha para deshacerse del regalito ante el peligro de no poder superar las altas cotas de la ventanilla. Dejo aquí el testimonio de aquel tiempo mágico, donde gnomos, hobbys y gigantes compartían la vida sin trucos barrocos. Salud.
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