Este que ven aquí fui yo. Supongo que con más o menos 23 años. Ese “yo” ya no existe, a no ser por algunos rasgos irrenunciables y bien pegados al tejido adiposo de la personalidad. En estos ejercicios suicidas con el pasado uno sale mal parado siempre. He de suponer que soy el de la fotografía porque me ha acompañado en múltiples mudanzas durante un cuarto de siglo. La supervivencia de esta imagen es un cúmulo de afortunadas situaciones que la salvaron de no acabar traspapelada u olvidada en los polvorientos rincones de todas las mesitas de noche por las que rodó. La identidad de aquel joven la conozco. “Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante”, decía el poeta Gil de Biedma. Le doblo la edad a ese individuo y desde aquellos finales de los noventa me interpela si lo miro fijamente. Su mirada no promete mucho; se trata de un muchacho adormilado, cómodo en su condición de universitario. Creo recordar que guardaba como afán secreto ser escritor algún día. Ya no lo sé. Me parece una injusticia querer darle una vida a alguien que no se puede defender. Lo que sí creo es que tuve clara mi identidad. Evidentemente, cuando uno cruza la veintena lucha por ser; luego vendrán las oscuras y esquivas luchas por tener y mostrarse al mundo (más o menos mediada la treintena) con los objetos que nos explican (como hacen los adolescentes con sus zapatillas, por ejemplo). Pero el caso es que sabía que iba a ser profesor algún día y que no viviría siempre en mi ciudad; que viajaría a lugares habitados por los espíritus literarios que yo perseguía en los libros; y que me enamoraría de alguien especial.
Si me remontara más atrás, a mis dieciséis años (afortunadamente no hay foto de esa época), la cosa iría más por la pasión por el baloncesto, el deseo de ser diferente y la no siempre edificante vida con los amigos. Tenía dudas, como todo adolescente, sobre cuestiones de lo más variado. Amigas y amigos de aquella época quedan algunos (los importantes), otros se fueron y algunos los dejé marchar (o me dejaron marchar) por razones de intereses vitales y posturas ante el mundo bien alejadas y contrapuestas. Los que fueron íntimos y aún lo son, suponen un maravilloso tesoro. Las conversaciones con estas personas son un cofre desde el cual recobrar el pasado a fuerza de memoria compartida y complementaria; también resultan una búsqueda por desentrañar el misterio de la amistad y de la vida ahora. Alguna vez he hablado con los íntimos de aquellos días de compartir música y libros, ideas y sueños, en nuestras habitaciones de las casas familiares. Había un evidente amor fraternal que no había ni que mentar para saber que estaba ahí.
Me pregunto cómo hubiéramos vivido a día de hoy aquella íntima amistad. La confusión de los afectos es un denominador común de nuestro tiempo. ¿Se podría haber confundido ese amor fraterno con atracción sexual? ¿Se podría haber compartido la intimidad entre hombres desde la filia (amor fraterno) sin que entrase el eros (amor sexual) a no ser que hubiera una verdadera atracción? No lo sé. Constato que ahora esto es más difícil de separar. Este año, algunas alumnas me han pedido personalmente que las trate como chicos. Su primer paso es masculinizar su aspecto y, un poco más tarde, sus nombres. Yo les digo que sí, sin embargo, me pregunto si hay suelo en esas decisiones, si no hay algo de moda en todo ello. No dudo que exista un claro deseo de cambiar de género en muchas de ellas, y de manifestarlo de una forma clara y contundente. Eso lo aplaudo, aunque me siga preguntando si no será en algunos casos fruto de un contexto que converge hacia lo difuso y la programada ruptura de los límites genéricos en pos de no sé qué oculta razón. Durante esa misma semana oí a unos jóvenes de trece años afirmar con orgullo ante un auditorio de colegas que eran vegetarianos por convicción. “¿De verdad?”, preguntaban los otros con una mezcla de sorpresa y admiración. Cuando salgo del centro, me topo con un anuncio de Burger King vegetariano en la parada del autobús. La presencia de lo vegetariano también se hace ubicua y se convierte en un signo de diferenciación prestigiosa ante los demás.
Observo que el mundo sigue moldeando en su torno imparable nuestras vidas y nuestras decisiones. Abrir mentes es propio de la filosofía; cerrarlas, de la propaganda. Nuestros adolescentes necesitan certezas que iluminen sus dudas en un ambiente limpio. Por el contrario, vivimos un momento en el que los jóvenes toman por certezas sus dudas (lo cual es lo normal), pero guiados por la corriente de pensamiento que florece en los medios de comunicación y en las redes sociales. Tal como va la cosa, esperemos que por el camino no haya muchos equívocos identitarios.
Si me remontara más atrás, a mis dieciséis años (afortunadamente no hay foto de esa época), la cosa iría más por la pasión por el baloncesto, el deseo de ser diferente y la no siempre edificante vida con los amigos. Tenía dudas, como todo adolescente, sobre cuestiones de lo más variado. Amigas y amigos de aquella época quedan algunos (los importantes), otros se fueron y algunos los dejé marchar (o me dejaron marchar) por razones de intereses vitales y posturas ante el mundo bien alejadas y contrapuestas. Los que fueron íntimos y aún lo son, suponen un maravilloso tesoro. Las conversaciones con estas personas son un cofre desde el cual recobrar el pasado a fuerza de memoria compartida y complementaria; también resultan una búsqueda por desentrañar el misterio de la amistad y de la vida ahora. Alguna vez he hablado con los íntimos de aquellos días de compartir música y libros, ideas y sueños, en nuestras habitaciones de las casas familiares. Había un evidente amor fraternal que no había ni que mentar para saber que estaba ahí.
Me pregunto cómo hubiéramos vivido a día de hoy aquella íntima amistad. La confusión de los afectos es un denominador común de nuestro tiempo. ¿Se podría haber confundido ese amor fraterno con atracción sexual? ¿Se podría haber compartido la intimidad entre hombres desde la filia (amor fraterno) sin que entrase el eros (amor sexual) a no ser que hubiera una verdadera atracción? No lo sé. Constato que ahora esto es más difícil de separar. Este año, algunas alumnas me han pedido personalmente que las trate como chicos. Su primer paso es masculinizar su aspecto y, un poco más tarde, sus nombres. Yo les digo que sí, sin embargo, me pregunto si hay suelo en esas decisiones, si no hay algo de moda en todo ello. No dudo que exista un claro deseo de cambiar de género en muchas de ellas, y de manifestarlo de una forma clara y contundente. Eso lo aplaudo, aunque me siga preguntando si no será en algunos casos fruto de un contexto que converge hacia lo difuso y la programada ruptura de los límites genéricos en pos de no sé qué oculta razón. Durante esa misma semana oí a unos jóvenes de trece años afirmar con orgullo ante un auditorio de colegas que eran vegetarianos por convicción. “¿De verdad?”, preguntaban los otros con una mezcla de sorpresa y admiración. Cuando salgo del centro, me topo con un anuncio de Burger King vegetariano en la parada del autobús. La presencia de lo vegetariano también se hace ubicua y se convierte en un signo de diferenciación prestigiosa ante los demás.
Observo que el mundo sigue moldeando en su torno imparable nuestras vidas y nuestras decisiones. Abrir mentes es propio de la filosofía; cerrarlas, de la propaganda. Nuestros adolescentes necesitan certezas que iluminen sus dudas en un ambiente limpio. Por el contrario, vivimos un momento en el que los jóvenes toman por certezas sus dudas (lo cual es lo normal), pero guiados por la corriente de pensamiento que florece en los medios de comunicación y en las redes sociales. Tal como va la cosa, esperemos que por el camino no haya muchos equívocos identitarios.
Querido, estas desnudeces ruborizan, no negaré que la mirada es de acarajotamiento juvenil pero tiene un punto de desafío (¿determinación, frescura, viveza, fotomatón, reto?). Para mí eres y serás siempre Manolín, el amigo de Enrique.
ResponderEliminar"Acarajotamiento juvenil", me encanta.
EliminarManolín El Grande, qué bien escribes!
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