miércoles, 3 de noviembre de 2021

La antorcha y la vela


 

Esta mañana volvimos a la Roma de los poetas líricos. Dibujé en la pizarra una antorcha y una vela encendidas. Les pedí a mis alumnos que durante unos minutos vincularan sendas representaciones a la épica y a la lírica, y que luego explicaran por qué habían obrado de tal forma. Fui colocando con tizas de colores lo que habían deducido y, entre todos, diseñaron un hermoso mosaico de conceptos estrechamente ligados a estas formas de expresión. La épica iba de la mano de la antorcha por su tosquedad, por la inmensa luz de los dioses, por el fuego abrasador de las batallas, por ser la guía de un pueblo buscando su identidad, por la llama que portan en su ser los héroes, por la cólera inextinguible, por el grito; la lírica, por su parte, recogía una vela que significaba la intimidad, el calor interior, la subjetividad, la búsqueda secreta, el deseo de esclarecer los sentimientos, la llama en la noche del alma, el susurro. Les seguí pidiendo que relacionaran ambas fuentes de luz con el mundo de hoy. Llegaron a la conclusión de que vivimos en un “mundo antorcha”, que con todo arrasa y que deja a la vida íntima devastada por medio de lo banal y de la exhibición de lo que debiera ser acompañado siempre por una vela.

Pronto este mundo será pasto de las llamas (de otras muy diferentes). Las Humanidades siguen su curso hacia el Orco; pronto formarán parte del recuerdo de generaciones a punto de desaparecer también. Entona un lamento bañado con café mi compañera de Filosofía durante el desayuno. Valores cívicos compite con Robótica en un mundo donde la máquina comienza a aventajar al ser humano en casi todo. Sin espíritu humano no hay ni verdad, ni belleza ni bondad. Si abandonamos a nuestros jóvenes en la selva oscura de la tecnología y no le damos la opción de poder toparse con la filosofía, pronto la vida se nos llenará de androides obedientes que no reconocerán, por poner un ejemplo, los procesos naturales por los que pueden comerse una naranja o disfrutar de un atardecer.

Leemos a Catulo. Se percatan de que ese “Odi et amo” sigue corriendo por la sangre de los mortales; que Lesbia, la amada del poeta, anda por las calles aún hoy y que nos espera para asaltarnos con su belleza y sus caprichos a la vuelta de la esquina. Catulo es el poeta de la sencillez en el amor. Sus sentimientos no tienen la imbricada apostura que vendrá con los petrarquistas, sino que demuestran que dos mil años no son nada. Seguimos sintiendo el amor como si fuéramos Catulo. Que se lo digan a los de Robótica, a ver si consiguen que el androide apague la vela.

XCII
Lesbia dice pestes de mí todo el tiempo y no para. 

¡Que me muera si Lesbia no me quiere! 

¿Cómo lo sé? Porque me pasa lo mismo: 

la maldigo a todas horas, 

pero ¡que me muera si no la quiero!

1 comentario:

  1. Diego Pavón Ramírez5 de noviembre de 2021, 12:11

    ¡Bravo por Catulo! cómo no reconocerse en él. Mantiene viva la llama de su amor... a antorchazos ;)

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