martes, 25 de julio de 2023

Fin

 




Dicen que el aburrimiento es la madre de la creación y el ingenio. Le debo a un mes y medio como miembro de un tribunal de oposición todo el aburrimiento que me ha empujado a elaborar las pocas frituras que habéis leído durante este tiempo. Es todo. Pura fritanga se vuelve a la madriguera sine die. Hoy me he despedido de los cuatro colegas que me han acompañado en este tiempo felizmente extraño, pues a pesar de de las horas muertas, a pesar de la tensión que supone ver a gente que se esfuerza por poner en pie todo el trabajo de un año (o de varios), a pesar del volcado mecánico de datos en un programa de gestión de notas, a pesar de la irrisoria (realmente irrisoria) suma de dinero con la que reconocen todas estas horas (la cuenta sale a seis euros la hora), he sentido alegría mientras compartía con mis compañeros este período.

Pura fritanga es un documento sociológico que lleva funcionando desde el 2011. Si entran en ella pueden leer todo lo acontecido en mi vida y en las de ustedes durante doce años. El tono se ha ido haciendo menos agrio, pero ha conservado el sesgo de preocupación inicial. Pura fritanga retrata a todos los que he sido, pero también a todos ustedes: productores de versos en cadena, adúlteros, ninfómanas, melancólicos naturalistas, fascistas plenipotenciarios, bibliotecarias sin afición a la lectura, profesores sin vocación, madres en el post-operatorios, amigos que se fueron, bebés recién nacidos al mundo, rentistas desalmados, pintores de noche, tenderos fulleros, apóstoles de la tecnología, hombres cargados de razón, mujeres desenamoradas, futboleros, repartidores de pizzas, locos engreídos, enamorados del gratis total, duquesas moribundas, comedores de croquetas, canis sentimentales, banqueros mendaces, informáticos triunfantes, escritores de diverso pelaje y corazón… Todos, absolutamente todos, existieron o podrían existir. Son el retrato de un mundo que se quiebra. En el fondo ese es el gran asunto de Pura fritanga.

Las amigas de Jimi Hendrix siempre contaban que el músico iba con la guitarra colgada a todos lados, al igual que Dylan con sus cuadernos. Los genios solo surgen con el talento y/o el trabajo. Me vuelvo a los cuadernos; me crean menos ansiedad y me salvan de este infierno azul. Espero que mi albacea tenga más voluntad, más palabra y más diligencia que el de Kafka y le pegue fuego a todo en cuanto servidor le indique, ya con un pie en el estribo, que es mejor la llama purificadora que la vergüenza. Pasen un buen verano y busquen, como sabiamente decía Ramón Trecet en los 90, la Belleza.


lunes, 24 de julio de 2023

Poesía y piscinas

 


Vivo en una urbanización cerrada de muros casi infranqueables. Cuatro hermosos granados, que verdean ahora con un tono entre aceitoso y cobrizo lo que en otoño serán sus cuajados frutos, flanquean a un lado y a otro la subida que da acceso al espacio común: zona infantil con césped artificial y piscina privada. Tal subida la coronan dos frondosos y centenarios olivos transplantados. A medio kilómetro de aquí hace tiempo (40 años) que construyeron un barrio social que ha dado sus acostumbradas flores cuando estas plantas no se abonan ni se riegan desde la raíz (delincuencia, paro, droga y el etc. que ustedes pueden conjeturar). Contrapunto de la vida muelle de mi urbanización, nuestros vecinos de la barriada de al lado acostumbraban a colocar piscinas (y castillos) hinchables en las calles peatonales del barrio. La socorrida y refrescante chapuza ha sido abortada en los últimos años por la siempre atenta policía local. “Para eso tienen la piscina municipal” 

“La toma de la piscina” (la nuestra) sería lo más normal por parte de estos desheredados, pero la puerta de entrada a la urbanización únicamente se abre a hombres membrudos que portan como ariete toda la paquetería amazónica que se puedan imaginar. Eso hasta que llega la hora de las cenas, que es cuando los transportadores de comida rápida flanquean el pórtico con el casco puesto y a la búsqueda del bloque del comensal en cuestión. Calculo que el 50% de los residentes no saben lo que es hacer una tortilla de patatas nocturna. El conteo de movimiento de repartidores ha llegado a tres minutos entre los que entran y los que salen.

El mal de nuestro tiempo (uno de los muchos) es la perentoria necesidad de la rapidez y la velocidad. La reducción de los plazos de entrega ha sido el gran hallazgo de las empresas de reparto. La logística ligada a la tecnología es la manifestación física de nuestros caprichos internos. Pero la velocidad está hermanada en ocasiones con la irreflexión. El ahora y el aquí aniquila cualquier tipo de pensamiento que vaya más allá de nosotros mismos. ¿Qué sucede en la Naturaleza, en nuestra sociedad, en nuestras ciudades y en cada trabajador cuando compramos (sea lo que sea) por internet? ¿Y en nosotros mismos? Los grandes almacenes mutan en hoteles de cinco estrellas; las tiendas y bares de (casi) toda la vida, en locales de comida rápida franquiciada; los trabajadores, en algoritmos; nosotros, en meros dedos conectados a nuestras tripas y corazones que pulsan el botón de un futuro abierto y poco humano.

Martin Amis (1949-2023) aborda este asunto desde el punto de vista literario. En su última obra (Desde dentro) trenza magistralmente su vida con las reflexiones sobre la novela y la poesía. Acuña el término “novela aerodinámica o acelerada” para hablar del tipo de novela que los lectores prefieren hoy día: sin pecadillos estilísticos como el monólogo interior, la prosa desbocada sin puntuación y todo tipo de experimentación estilística que se precie. El lector de hoy prefiere la rapidez de la trama y la sucesión de peripecias. Ello contrae el núcleo de la narrativa convirtiéndolo en una mera sarta de anécdotas sin tiempo para el detalle. He ahí que la poesía sea un género casi extinto, a no ser por algunos lectores demodé. Dice Amis en algún lugar de su libro: “Un poema lírico lo primero que hace es parar el reloj. Detiene el reloj mientras susurra Vayamos entonces, tú yo, vayamos y examinemos una epifanía, un momento preñado, y luego nos pondremos a pensar sobre esa epifanía, y… Pero el mundo acelerado no tiene tiempo para relojes parados”.

Me gusta está imagen de parar los relojes. Detener el reloj es justo lo contrario a lo que sucede hoy día. La vida requiere de poesía para seguir un curso digno de vivirse. Despojados de poesía, montados en el corcel de la velocidad, solo nos queda no ya la prosa, sino lo prosaico, que es justo la muerte de la alegría, la búsqueda, el asombro y el entusiasmo. Miren a su alrededor e identifiquen quiénes adolecen de ello. Cuéntenmelo en los comentarios si gustan. Y paren los relojes de vez en cuando.


sábado, 22 de julio de 2023

Jornada de reflexión para voxeadores y otros deportistas

 




A Curtiduría es un restaurante de Compostela. Con una carta no muy extensa, pero bien escogida, su propietario, Borja, ha conseguido crear en su interior un ambiente de elegancia y belleza para todos los públicos. Su cocina solo recibe producto fresco y local, el cual llega todas las mañanas hasta su puerta traído por los repartidores de la zona. Una mañana se sorprendió al ver a uno de estos jóvenes con una pulsera que él creyó de la bandera extremeña. “¿Eres de Extremadura?”, preguntó el patrón al muchacho. “No, qué dices, hombre. Soy de VOX. Hay que cambiarlo todo”. Borja le preguntó con educado interés qué era “ese todo”. El repartidor no logró poner en pie qué era ni dar, al menos, una definición aproximada de “ese todo”. Farfulló unas pocas palabras (dicho sea de paso, en perfecto gallego) y se fue más ofuscado de lo que venía.

En Galicia los vox-eadores han tenido poco predicamento hasta ahora. “Lo que importa”, como reza el lema del partido, no iba más allá de la tierra de uno y poco más. Parece que ahora van entrando poco a poco en el proletariado urbano y en la cabeza de algún forajido más. Cazadores, halterofílicos, toreros, empresarios de colmillo retorcido, nostálgicos del pasado (¿heroico?) de España, viejos descreídos de la ideología que alumbró sus años de madurez sindical, y, ahora, repartidores gallegos… todos ellos se levantarán mañana para ir a votar “lo que importa”, aunque algunos no sepan muy bien de qué se trata.

Tengo una buena amiga que lleva semanas haciendo campaña por SUMAR en este infierno azul. Una mañana, en el bar de un polígono industrial de Coria del Río, pude ver (que no escuchar) la entrevista de Ana Rosa Quintana a Yolanda Díaz. Cine mudo protagonizado por máscaras griegas. Yolanda Díaz fue a la caza del voto de señoras que ven la matinée televisiva disfrazada de lo que mi madre consideraría una buena muchacha. Maquillaje extremo, indumentaria complaciente y una estudiada gestualidad que no daba para conquistar a los curritos que junto a mí devoraban tostadas con zurrapa como si se hubieran levantado a las cinco de la mañana, como supongo que así sería. No gusto tampoco de Yolanda Díaz, pues llega con el silente barrido de gente capaz que ha dado un paso atrás para que la marca SUMAR no se licue entre muchas caras que puedan despistar. El feminismo y el LGTBIsmo no es una forma de Humanismo, y me he cansado de que el arma arrojadiza contra la derecha haya sido demasiadas veces prédicas sobre el tema.

No gusto de Sánchez ni tampoco de Feijóo. Este último, cuando le vienen con la foto en el yate de Marcial Dorado, un narcotraficante gallego con el que tuvo íntima relación, sigue diciendo que él no sabía que lo fuera. Mal presidente sería este si nos fiáramos de sus conocimientos y de sus informadores. La premisa es clara, aunque en política no siempre se respete: “No nos montamos en barcos tripulados por desconocidos”. Feijóo no hizo nada en Galicia. Dormir y que no pasara nada. La política gallega solo dio a un individuo de fuste (no, no es ese), aunque su ideología, sus maneras y su pasado sean denostables (no, ese tampoco). Manuel Fraga Iribarne le dijo a Mariano Rajoy: “Cásase y estudie inglés”, espantando así los rumores sobre su homosexualidad y su provincianismo nacional . No sé qué le diría hoy Don Manuel a "Frijolito", pero no creo que se diferenciara mucho de aquello que le susurró al oído a Mariano.

Mañana iré a votar, cómo no. Votaré por lo menos malo, que es como votar en el vacío. Espero que mi querida amiga también tenga sus dudas internas. Votar a tumba abierta y con el corazón siempre ha sido peligroso en democracia. Buena jornada mañana.

viernes, 21 de julio de 2023

"Bajo las más bellas estrellas" (Michelín)

 




 Para María del Mar, Manuela, Carlos y Rubén, compañeros de faena y de alegrías durante un mes y dos días.
 
Román y Mercedes dilapidan alegremente sus sueldos en seguir las directrices de los suplementos de tendencias. No hay hijos. La gastronomía, encumbrada por los programadores de moda como una de las nuevas artes a las que rendir pleitesía, entra por supuesto en sus actividades del mes. El turismo gastronómico ha sabido sacarle partido a las redes sociales y viceversa, como también ha hecho el turismo masivo de ganado humano (ese que hace que pongan tornos a la entrada de la Plaza de San Marcos en Venecia). Ahora las fotografías en plano cenital de platos de comida se suceden en los perfiles de los gastro-viajeros que corren a señalar el nombre del lugar y el del local para situar su felicidad inmortalizada. 

Román y Mercedes deciden ventilarse 600 euros visitando el restaurante Aponiente de El Puerto de Santa María. Al sentarse, les entregan una especie de libreta Moleskine con los platos que van a degustar dibujados con acuarela. Román lo disfruta y lo fotografía todo; Mercedes, más comedida, espera impaciente la llegada del primer lance. Román hojea ansiosamente el anuncio de la fiesta: puchero de cañaíllas, papada marina con alcaparras del Estrecho, queso de calamar, callos de ostiones, escabeche de hojas y plancton marino, papel de choco en adobo, salpicón de caviar, “la perfecta cocción de la puntilla”, barquillo marinero, Inés Rosales del mar y alga mentolada. Antes de que comience la procesión de platos acompañados por los apuntes de la camarera al respecto, Román se fija en la corona de algas que hay frente a él. Deduce que es un entrante que asocia con el plancton luminiscente del que ha oído hablar. Mercedes, nerviosa, tiene que ir al aseo. Román, inquieto, decide comenzar con el plancton luminiscente sin esperar a su pareja. Con el temor de parecer temeroso ante este prodigio gastronómico, mete mano al manjar. Le imagina un inusual poder afrodisíaco y, sin medirse, acaba con él. Cuando llega Mercedes, no se atreve a reconocer que se “ha jamado” él solito aquella diadema de Venus. El caso es que siente un calor extraño ascender de su estómago hacia la cabeza. Le haría el amor a Mercedes en ese mismo momento si no fuera porque se tiene que ir al baño urgentemente. En el trance, llega la camarera con el primer plato. La joven tiene que esperar a que vuelva Román para recitar el informe gastronómico. En la espera se percata de que ha desaparecido el centro decorativo de la mesa. “¿No había aquí un centro de mesa?". Mercedes no lo recuerda. 
 


Ayer por la noche fuimos a cenar L. y yo a un local algo más modesto, pero con su pertinente Estrella Michelín. Los colegas de la adolescencia me agasajaron con “menú homenaje para dos” en el Restaurante Cañabota de Sevilla con motivo de mis cincuenta años en la Tierra. Impelidos por el regalo, hicimos las veces de Mercedes y Román. Apreciamos in situ el esfuerzo de crear texturas, colores y sabores, además de la parca pero precisa presentación de los platos. Eso sí, el “sommelier” era una “tablet” que un tipo argentino traía y colocaba en la mesa. Luego el joven mezclaba con seriedad adjetivos congeniables con otros ámbitos de la vida que dejo al lector colocar en donde prefiera (afrutado, fresco, terso, duradero, etc.). Con ellos complementaba toda la épica del condumio. Digo épica porque la juglaría gastronómica ha inventado una forma original de presentar las hazañas cocineras del chef de cada casa, dejando a los comensales entre pensativos y confundidos, entre admirados y desposeídos de la tradición. Este nuevo “oficio de cocineros” viene abalado por los programas de televisión, los reportajes de la prensa (El País tiene una sección diaria para estos nuevos héroes) y los canales temáticos.

Qué quieren que les diga: hace cuarenta años, en la misma ciudad donde la gente se come los centros de plancton luminiscente, mi tío José Macario, Quiqui, (que en la gloria de Dios esté) cocinaba un guiso de rape que quitaba el “sentío”. Agradezco a mis panas el convite de anoche, que recordaré con gusto durante mucho tiempo, pero reivindico la olla, el plato hondo y redondo, y el bollo de pan; además, como no, de a mi tío. Espero que entre tanto nitrógeno líquido y soplete aún quede sitio para las casas de comida de toda la vida.


jueves, 20 de julio de 2023

Miedo

 




En el aula en donde habito desde el 18 de junio hay una tarima estrecha que acompaña toda la longitud de la pizarra. La tarima cruje como el suelo de un galeón en la tormenta. Por ella han desfilado diecinueve opositores de diferentes temperamentos, edades y cualidades. Sin lugar a dudas me retrotraen al año 2000, cuando yo estaba en las mismas. La mutabilidad del mundo ha convertido esta prueba en algo más sencillo: ahora extraen tres bolas de doce y eligen una para desarrollar su unidad didáctica, a diferencia de las dos de setenta y dos que se sacaban por aquel entonces. Recuerdo que en la encerrona estuve más tiempo en el baño que en la clase donde preparaba la exposición. Momentos antes, en la extracción de las dos bolas, una de ellas se perdió rodando bajo un mueble de la sala de profesores donde tenía lugar el procedimiento. El miembro del tribunal que me acompañaba me indicó que tenía que reptar para alcanzarla, pues no habría otra. Los temas fueron “El sintagma nominal” y “Las vanguardias”. La bola perdida bajo aquel mueble, entre las pelusas acumuladas durante miles de años, pertenecía al tema de literatura. Ya frente al tribunal, se me quebró la voz. Una mujer se levantó y me ofreció un vaso de agua. Un extraño flujo de conocimiento se compenetró con mi garganta y empecé a largar fiesta. Tras cincuenta minutos exponiendo, el mismo señor que me hizo rescatar la bola, me formuló una pregunta que se quedó suspendida en el aire unos segundos. Esa pregunta supone para el opositor la puntilla o la gloria. En mi caso me dio la oportunidad de mostrar mis conocimientos desde una perspectiva menos encorsetada.





Cuento todo esto porque la Orden que convoca las oposiciones de las que he sido miembro de un tribunal no recoge en ningún lado que dicho tribunal pueda formular pregunta alguna al opositor. No se dice que no se pueda preguntar, pero tampoco que sí se pueda hacer, por lo que tácitamente se anima (o desanima) a que no se pregunte. Ahí es donde aparece el miedo, pero una forma de miedo enrevesada e inhumana: el miedo de las instituciones al individuo. El tribunal no habla, no opina, no aconseja. Es un mármol duro que solo observa. Todo podría ser un producto nacido al calor de la Quinta Enmienda de los EE.UU. en la que figura que “todo lo que diga podrá ser usado en su contra”. Es la mudez del Estado que únicamente ejecuta. El opositor se va con un apunte que cuantifica lo realizado en la prueba, pero nunca un análisis más exacto de sus errores. Es fundamental no ofrecer ninguna oportunidad para que se abra un litigio. Contra la nada es imposible alegar nada.


Por un lado, este miedo está enmudeciendo y deshumanizando a la sociedad poco a poco; por otro, las máquinas que hablan, las pantallas que recogen los pedidos que antes hacían las personas, las grabaciones que dan órdenes o los algoritmos que recalculan lo que antes calculaba un humano están enmudeciéndonos cada vez más. Mi mecánico habla más con Siri que con su amada. Y “así seguimos, golpeándonos, barcas contracorriente”, lanzados sin cesar hacia el futuro, y sin una pregunta que nos dé la oportunidad de alcanzar la gloria o que nos dé la puntilla.











martes, 18 de julio de 2023

Enanos

  


 

Javi es un joven que trabaja de ayudante en la frutería donde hago la compra. El pollo rondará los veinte años y de vez en cuando me trae noticias de su parte del mundo. Javi me cuenta de primera mano el fin de semana en una discoteca de Punta Umbría: Live. El muchacho entre risas me muestra un vídeo de un enano que se trepa a una estructura metálica haciendo figuras entre gimnásticas y obscenas. El atuendo es una capa, un tanga y un sombrero cordobés, todo ello lleno de lentejuelas plateadas. Javi narra: “Esto está de moda en todas las discotecas. Los enanos están muy solicitados para estas cosas”. Me sigue enseñando documentos del enanismo discotequero en España: uno vestido de Spiderman dando de beber a morro a la gente (ya bebida); otro deslizándose por una tirolina mientras el personal grita y se ríe abajo; otro más siendo paseado por cuatro del “staff” en parihuela dentro de una especie de caja; uno cogiendo paquetes, culos… “Es superguay”, dice mi confidente. “La gente lo flipa con los enanos”.

Al tiempo que veo y escucho el relato, mi cabeza empieza a cavilar y me pregunto el por qué de todo esto. Javi defiende que, si ellos quieren hacerlo, es una forma de ganarse la vida como otra cualquiera (“como la de una stripper”, se apresura a decir). El caso es que las personas con acondroplasia pocas veces son dignificadas por el “show business”, a menos que se les dé la oportunidad de mostrar algún talento. Son meros muñecos para la mofa de los que acuden a estos garitos. Objetos mudos que son a veces raptados por algún borracho para montárselos sobre los hombros y bailar con él encima (Javi dixit). Mudos, disfrazados, mediatizados por un instrumental de circo (poleas, tirolinas, catapultas…), son expuestos a un ambiente que abusa de ellos. El enano siempre será el enano.

Como ven, el feísmo (del que ya hablamos en una fritanga anterior) busca siempre sus manifestaciones. Parece que las playas son el lugar idóneo para tal cosa. Vigilen, pues sus formas son muchas y, a veces, la atención poca. Denuncien, aunque sea a su propio yo, lo que ocurre a nuestro alrededor y mata todo lo poco bello que nos queda. Y sigan yendo a la playa, por favor.

sábado, 8 de julio de 2023

La normalidad: Memorias de Costa Ballena


Entre la fealdad y la belleza supongo que hemos de colocar la normalidad. La normalidad puede ser kitch, hortera, vulgar, pero nunca será ni fea (de manera consciente) ni sublime. En esa normalidad vivimos encajados todos de manera accidental, pues la disfrutamos con entusiasmo, la atravesamos con cabreo o la soportamos con estoicismo, según tengamos de sensible la piel.

Ayer, a estas edades que ya me gasto, llegué por primera vez en mi vida a Chipiona (Cádiz), pero, según me cuentan, a su zona noble: Costa Ballena. Se daban cita allí los amigos (solo muchachos) de la adolescencia. La adolescencia en un peligroso farallón en donde se puede quedar uno encallado escuchando la misma música de entonces, mientras revuelve un anecdotario compartido (y repetido) repleto de momentos más o menos hilarantes. Entre la repetición y el spleen, queda el cariño atesorado por haber atravesado más de media vida juntos, aunque los caminos nos hayan llevado por senderos muy diferentes. Por seguir vertiendo aceite en esa lámpara de la amistad llegué a Costa Ballena como viajaron mis padres en su juventud: sin aire acondicionado en el coche (42º) y sin móvil de apoyo (muerto por el golpe de calor). Quise disfrutar del periplo con la flama entrando por las ventanillas totalmente bajadas y compartiendo la cola con una procesión de coches que me permitió disfrutar del paisaje a 60 kilómetros por hora en ocasiones. Suaves elevaciones del terreno dorado por los girasoles o cubierto por las redes que protegen las viñas se interrumpían con la aparición de molinos y placas solares. Pura normalidad. Un amable gasolinero me indicó de palabra (al igual que antaño) cómo llegar a mi destino, una especie de ciudad de vacaciones diseñada mediante el subterfugio planificador de ocupar la franja litoral en un continuum de urbanizaciones que semi-privatiza la arena y el mar. Grandes aceras, carril bici, poco aparcamiento, campo de golf y parque móvil por encima de los 50.000 la pieza en su gran mayoría. Costa Ballena sí es país para viejos (en el más amplio sentido de la palabra).

Aparqué el bólido aprovechando la salida de un suv de alta gama. Los amigos estaban en el Chinini Beach, al que llegué caminando por la playa. Atardecía. Los colegas libaban el néctar escocés al que profesan una pleitesía enfermiza: Macallan. El leñazo era despachado por parte del camarero con alegre desconocimiento sobre cuál sería la dosis adecuada para no hacer peligrar el negocio de los jefes. Seguía atardeciendo. Una música comenzaba a acompañar los últimos rayos del sol poniente. Los que allí estaban comenzaban a pulular por las inmediaciones de una especie de photocall sobre el que posaban con el atardecer de fondo mientras sonaba la banda sonora de Memorias de África. La música natural del instante era profanada por la “pura normalidad” de gente bien que, supongo, sentía una vibración especial en “aquel momento mágico”. La indumentaria ibicenca al contraluz de la estupidez humana no engañaba tal como sí lo hacía el césped artificial que pisábamos.




Me he vuelto temprano, no sin antes desayunar en el dispensador de pienso matinal para veraneantes, una cafetería donde seres somnolientos con ropa de marca y abdómenes corregidos por el ciclismo gregario o el pilates reparador se mezclaban con matrimonios chipioneros que venían hasta aquí buscando un momento de esplendor. Una joven preguntaba en la barra “¿alguna cosita más?” a los clientes delante de una pantalla táctil. La macdonalización del mundo ha aniquilado la espontaneidad y el gracejo local, pero a esto ya le dedicaremos una fritanga otro día. Pagas y te dan un beeper que enloquece en cuanto tu pedido está en la barra listo para recoger.

El viaje de regreso ha estado acompañado por una infinita cola de coches por la ventanilla de la izquierda y por el huidizo canto de la chicharras por la derecha. He visto en una de las colinas secas de pasto un pastor con un paraguas y un buen rebaño de ovejas quieto, como suspendido en el calor y en el tiempo. Ovejas todos, al fin y al cabo, seguimos el dictado de nuestros programadores, los cuales han ocupado Sevilla City con veraneantes extranjeros y han propiciado el concepto (también a esto le dedicaremos alguna que otra fritanga) de “la ciudad vaciada”. Vaciada igualmente mi urbanización (me consta que muchos también están en Chipiona) he disfrutado de la familia y del agua de la piscina, sin música impuesta, sino con la seguridad de que cualquier tiempo pasado fue "menos peor" y menos normal que este.


martes, 4 de julio de 2023

La fealdad

 

 

Subo todas las mañanas las escaleras del metro. A veces me asalta el recuerdo de la belleza de algunas estaciones en otras capitales del mundo, donde tanto el diseño como la suciedad se compinchan para crear lugares con personalidad. En el metro de mi Ciudad ni diseño ni suciedad trabajan para acabar con lo impersonal-funcional. El grupo de inversión que lo participa prefiere la higiene a los detalles diferenciadores. Acostumbro a rechazar las escaleras mecánicas por hacer algo de ejercicio y por no sentirme dentro de un vídeo de Pink Floyd. Apenas dos personas me acompañan. El resto asciende transportado hasta la calle. Fuera todo es una plancha de hormigón y asfalto. Los edificios siguen siendo funcionales a un lado y a otro de la avenida: accesibilidad, luz natural, entradas amplias, recintos de colores mudos y apagados combinados con un blanco mate. 
 
Formo parte de un tribunal que examina a futuros profesores de Lengua Castellana en un edificio así. Entre sus muros, el proceso se dilata desde las siete de la mañana hasta las nueve de lo noche a veces. Dicha dilatación temporal viene por la ferviente fe en lo tecnológico que el Estado muestra. La nueva pieza colocada en el engranaje administrativo es la informática. Siete horas a la espera de que se puedan grabar los resultados, firmando a cada rato con unas coordenadas digitales que no terminan de abrir nada. Rememoro aquel proceso por el que yo pasé allá por principios de siglo. Supongo que el engorroso método de recoger datos a mano sobre unos documentos fotocopiados ya les resultaba al tribunal un rollo. Me pregunto si aquel profesor que se sentaba en la esquina de la mesa con el Marca y un pantalón corto deportivo supondría que dos décadas después los comentarios entre los miembros del tribunal se extenderían a unas pantallas omnipresentes.

Leo pruebas donde hay errores gramaticales y ortográficos de bulto. La excelencia queda relegada a unos pocos ejercicios; una parte importante de lo que queda por corregir resulta selvática. Hace ya más de dos décadas, Doris Lessing, en la recogida de su Premio Príncipe de Asturias de las Letras, hablaba de que la cultura humanista estaba desapareciendo. Veinte años después, la “excelencia de antaño” ha quedado relegada a unos pocos que han velado para que siga presente en algún rincón del mundo y de nuestras existencias:

“Tal vez no haga falta insistir en esta idea a ninguno de los aquí presentes, pero sí creo que no hemos comprendido todavía que vivimos en una cultura que rápidamente se está fragmentando. Quedan parcelas de la excelencia de antaño en alguna universidad, alguna escuela, en el aula de algún profesor anticuado enamorado de los libros, quizás en algún periódico o revista. Pero ha desaparecido la cultura que una vez unió a Europa y sus vástagos de Ultramar”.

Releídas ahora estas líneas de Lessing, me parecen una premonición tan acertada como desesperanzadora. La hora ha llegado. Confío en que los bárbaros tarden en llegar a ocupar espacios en los que la excelencia ha de ser una prioridad. La ligereza, la falta de profundidad en los juicios, la ausencia de lecturas imprescindibles, la inmadurez y la manifiesta ausencia de un trabajo que sirva de cimiento para desarrollar la actividad docente componen este paisaje que podría convertirse en una realidad viva mañana.

Mientras esto ocurre, justo en frente, mi querido Sergio Rojas-Marcos me anuncia con tristeza el cierre de un negocio por el que ha luchado con alegría e ilusión, a pesar de que todo le ha venido en contra desde la gestión de la pandemia: la librería Yerma. La desaparición paulatina de los libros en la vida cultural y la preferencia por otros soportes para ocupar el tiempo de ocio están dando la puntilla a las librerías de la ciudad. Ni siquiera los profesores son habituales compradores de literatura.

La fealdad del mundo a la que me refería al comienzo de estas líneas se prodigará aún más si las librerías se cierran, si los que han de ser representantes de la excelencia humanística tienen faltas de ortografía y confunden, por poner un caso, “procesar” con “profesar”, y si seguimos habitando los espacios sin sentido de la belleza y sin reparar en que la asepsia con la que se se construyen mata esa belleza a cambio de la nada. Ojalá mañana el vagón esté lleno lectores (de libros). Good night.