Ser padre casi a la cincuentena te coloca en una situación ventajosa para observar el mundo que no te toca generacionalmente pero en el que has de vivir por motivos obvios. Las festivales infantiles, los parques, los eventos, los zoos, las ferias medievales, las inauguraciones de espacios alternativos, los circos, etc. están llenos de parejas de entre 30 y 40 años que se acompañan de bebés en variados tipos de transportes (sillitas con sidecar, mochilas, fulares de porteo…). Uno se percata discretamente de que gran parte de esta nueva juventud que se sienta al lado se aleja rápidamente de los esquemas propios de la paternidad. Los miro desde mi mal disimulada madurez, pues no estoy tatuado, no disfruto de la ubicua implantación de la ortodoncia universal, no muestro bíceps, no hago fotos ni vídeos de los infantes a cada rato, no miro el móvil cuando me aburro en el parque, no digo “guay” ni “chuli”, ni hablo con los niños como si fueran seres melindrosos de nacimiento.
“¿Qué, paseando a la nieta, eh?” Me soltaba un conciudadano desconocido desde la puerta de su casa hace unos meses durante una caminata con mi hija. Me pregunto si sería la falta del obligado “tattoo”, el tipo de indumentaria o mi natural curvatura de espalda al caminar. El caso es que no estoy en esa franja de seres humanos que asisten a sus hijos con una resolución rayana en la adolescencia por el simple detalle de que ya soy un abuelo. Posiblemente tengan razón los que así piensan. Ya dije hace años que el juvenilismo estaba haciendo estragos entre el mundo adulto; han pasado casi quince años desde entonces y constato que las predicciones eran demasiado benignas. Pienso que hay un paso más en esta marcha acelerada hacia la pérdida de fundamentos como progenitores. La “adolescentización” de gran parte de la población es sensiblemente patente, lo cual conlleva el abandono de responsabilidades en “detalles nimios” tales como la conducta social, la alimentación, los hábitos en el sueño y la hora de recogerse, entre otros. Sobre esto puedo contar que este año han llegado al centro donde trabajo niños con una preocupante obesidad mórbida. En una clase, uno de ellos el otro día me decía que le dolía un montón la cabeza –he de recordar que son críos de doce años que no les llega el resuello al subir una planta a pie–. Le pregunté que si había dormido bien. Siempre dormía mal. Había cenado un bocadillo de mortadela con aceite y se había acostado. También contó que había comido macarrones el día anterior y desayunado lo de siempre: solo un vaso de “Colacao”. Me pregunté si había padres. Otros chavales me comentaban que su uso del móvil llegaba a ocupar toda la noches; que dormían con él debajo de la almohada y que, si vibraba, atendían el mensaje fuera la hora que fuese. Entre unos y otros conforman grupos en las redes sociales, por lo que he de suponer que como estos ha de haber otros tantos que también dormitan con el móvil. Andan como zombies por el instituto. Me pregunto si hay padres.
Mis veranos pre-adolescentes eran de “carzona” (pantalón corto) y escalerita de parque. Hablábamos hasta bien avanzada la noche. Nadie salió nunca a cagarse en nuestros muertos ni a tirarnos agua (en el sitio donde vivo sí). Este verano he visto durante todas las noches pre-adolescentes riéndose como hienas, sin cruzar palabra, con la cara iluminada por lo móviles, en los que no dejaban de ver vídeos de sabe dios qué cosas. Un día le pregunté a uno de estos padres si había alguna posibilidad de saber qué veían sus hijas en el teléfono. Me dijo con cara de póker que no, que él no. Me cambió de tercio rápido, pero fue casi peor: “pero tengo una sobrina de doce años que es adicta al porno”. Su padre lo descubrió una noche cuando por el bluetooth le apareció en la pantalla de televisión lo que alguien estaba viendo en el móvil. Rápidamente corrió a la habitación de un hijo varón de quince años, que dormía plácidamente cuando entró en ella. No, se equivocaba: era su querida niña.
Conozco a excelentes padres que acompañan a sus hijos en la justa medida, sin asfixia ni dejadez. Algunos son gente más joven que yo (incluso tatuados). Sus carreras profesionales no les han hecho olvidar a sus vástagos ni han sacrificado sus individualidades más de lo necesario para seguirles en su crecimiento. Por contra, en el sitio donde vivo los padres van al gimnasio, algunos incluso leen, contestan mensajes, hablan continuamente por teléfono, salen a correr y ven la tele mientras sus hijos gritan y se adocenan mirando la pantalla del móvil todo el día (todo el día) y parte de la noche. Un día un vecino amenazó a uno de ellos con partirle la cara si no dejaba de tocar en el portero automático. Ahí sí bajaron los padres; incluso para ir a la policía si hacía falta.
Como coda diré que, en un futuro muy cercano, pienso que la gran diferencia entre los jóvenes no estará en el número de idiomas que hablen, sino en el nivel de cretinización al que hayan llegado gracias a la desaparición de sus familias (que habrán confiado a un dispositivo electrónico toda la educación en valores y hábitos de sus hijos). Cuiden de los suyos si aún están a tiempo o, al menos, velen por que otros lo hagan con los que tengan a su cargo.
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