La tarde se apaga por los andurriales en peligro de extinción. La energía de mi hijo nos lleva a cruzar los anillos del infierno urbanizado y salir al poco campo que va quedando. Es curioso observar de primera mano cómo las parcelas se van llenando de aceras fantasmas y farolas con paneles solares. Al fondo, de algún lugar remoto, se oye el relincho de un caballo, que parece que fuera un grito desesperado de un animal fantástico a punto de sucumbir a un mal desconocido. Una eclosión de promociones de viviendas (rectas, blancas, con grandes ventanales de negro-gastrobar, a pocos euros del medio millón) se replican silenciosamente. Una casita de venta muy estudiada emerge del páramo: interior de madera, coche híbrido aparcado en la puerta, chica rubia decidida y de una procacidad atemperada por las gafas de pasta y el pelo planchado, estantería con cuentos para niños de padres potencialmente compradores, anagrama de diseño en hierro forjado a la entrada y césped artificial.
Con este planteamiento, me pregunto cuánto nos queda de poder caminar por estos espacios. Ya comenté en fritangas anteriores que el “Efecto Mortadela en lata” condiciona la vida de los que vivimos al Este del Edén. La consagración de las ciudades a las hordas cretinizadas del turismo porque sí (una conocida estuvo este fin de semana un día y cuatro horas en Mallorca) expulsa poco a poco a los autóctonos del centro. Me sorprende ver de qué manera el mundo capitalino tradicional está aceptando tal designio. Pero el “Efecto Mortadela en lata” sigue su curso. Las consecuencias son fácilmente apreciables en una progresión que cualquier persona puede entender: la ciudad se convierte en mercancía consumible por medio de la oferta turística y hostelera desmedida; el espacio urbano de intercambio activo (la “virtud cívica” aristotélica) se va reduciendo, achicando, por efecto directo de los visitantes; el cansancio de sus habitantes los lleva a la resistencia numantina o a la huida al extrarradio. Se empuja la mortadela por la base de la lata y sale por arriba. Mortadela todos, nos vemos obligados a visitar los anillos exteriores de este infierno sobrevolado continuamente por los cetáceos de las low cost, deseosos de depositar a las nuevas hordas en los aeropuertos ampliados (el de Sevilla, como tantos otros, se encuentra en plena reestructuración).
Hace unas semanas vinieron a visitarnos unos amigos desde el centro de la ciudad. Lo habitual era que fuéramos nosotros a verlos, pues siempre era agradable caminar por las aceras, respirar el ambiente urbano y recordar nuestra vida de antaño en ese ambiente. No, ahora eran ellos los que buscaban algo de tranquilidad en los parques del extrarradio.
Comienzo a notar que hay un interés pseudo-ecológico en recuperar vías verdes. Los fines de semana la gente se enfunda el maillot y sale a pedalear por caminos. En Compostela han abierto una ruta de montes. Siempre estuvieron ahí, pero ahora el ayuntamiento parece como si dirigiera a los vecinos hacia zonas externas para dejar libre el espacio urbano. La mortadela sigue emergiendo mientras que el jamón se lo comen otros. El problema estriba en que, de continuar esta tendencia, ¿cuándo parará la máquina de convertir el campo en nuevas ciudades? Para próximas fritangas dejo el tema de la urbanización de Marte y quién está detrás de todo esto. Caminen por el campo mientras puedan, y viajen lo necesario y por motivos dignos. Los marcianos eran gente respetable hasta hace poco; ahora ninguno parece que salga a defender lo suyo.
Maravilla , Manolo. A los caminos andurriales mientras podamos
ResponderEliminarGracias amigo. La mortadela en lata también se caduca,¿no?
ResponderEliminarUn abrazote a ti y a la familia