Con esta rotunda frase se presentan seres tocados por un halo electrizante ante el mundo de los negocios de ahora. Uno solo habla por otros, poderosos e invisibles. “Somos un grupo inversor” son las palabras mágicas que abren los pestillos y los ojetes de cualquier individuo que se tope con ellos. Supongo que las cosas funcionarán así: Hans Ripersen y su esposa viven desahogadamente en una pequeña localidad costera de Suecia. Ambos tienen ya sus escandinavos cincuenta años. El éxito de la empresa de brochas de pelo de castor para el afeitado, que surte a todas las barberías del globo, ha hecho que el pequeño negocio familiar se haya convertido en una gran compañía cuya facturación anual resulta envidiable. Aún no se atreven con el bitcoin, pero sí con ese grupo de inversión del que le habló un día su cuñado. Pones el dinero, los tipos te lo van moviendo hasta hacerlo sudar y más pronto que tarde llega un flujo de pasta continuo a tu cuenta.
El dinero del matrimonio Ripersen se mueve de maravilla. Esos tipos poderosos e invisibles, que a fuerza de algoritmo saben donde estará el negocio en los próximos años, son la clave. A los currelas y parias del mundo esto nos coge con el pie cambiado: no tenemos veleros ni islas en el Golfo de Botnia. Somos meros espectadores ciegos de lo que se mueve entre bambalinas. La función comienza, pero seguimos sin ver quién mueve los hilos de las marionetas. Los grupos inversores han estado comprando lo que ya sabemos: inmuebles, solares, parcelas en Marte, equipos de fútbol, servicios de metro (el de nuestra ciudad, sin ir más lejos, está participado por un grupo de inversión oriental), etc. Por cierto, al parecer en Spain en el año 2012 hubo una compra masiva de suelo por parte del grupo inversor estadounidense Castlelake (hermoso nombre, ¿eh?). Da igual si vivís por estos lares o no; si veis unos estandartes rotulados con “Aedas Home”, ahí los tenéis. La depredación del olivar ofrecerá “viviendas para la clase media (¿qué será eso?) y la clase media-alta (¿qué será esto otro?) en los próximos años”.
El matrimonio Ripersen no sospecha que el algoritmo que maneja su plata dice que hay que buscar al médium adecuado que propicie el éxito del proyecto. No basta con comprar; hay que hallar al mago. Ahora es cuando viene la búsqueda: directores de acendrada carrera, técnicos en fuga de empresas en quiebra, comerciales locuaces con su punto de madurez y su dominio del producto, violadores del verso… Todo es comprable y moldeable. El gusano que busca baja a lo semi-público o a lo privado porque no hay diferencia alguna para él entre una cosa y otra. Hay que encontrar al individuo que ate la punta del cabo al árbol con más fruto; desde la otra punta de la cuerda ya tirarán los otros para llevárselo calentito. El otro día me decía uno de estos técnicos de la industria solar que no para de viajar por Europa que buscan contactos de intermediarios locales para que la caza del negocio tenga más credibilidad entre los del lugar y se aleje así cualquier atisbo de desconfianza.
Aunque cueste creerlo, ahora le toca al mundo de las mascotas. Los grupos de inversión han visto la veta de oro en esta parte de su mina particular. Creo que tampoco habrán recurrido al algoritmo para percatarse de ello porque, entre otras cosas, ellos son los que crean la situación propicia. Junto al Decathlon de humanos del pueblo hay otro gran Decathlon para animales, al cual peregrinan individuos de dudoso gusto en el vestir con canes esmirriados bajo el brazo u otros seres del reino de las mascotas. Supongo que los creadores de opinión y costumbre estarán trabajando por las redes, convenciendo a la clase media (que querría comprarse una vivienda de Aedas Home a 350.000 petrodolares el adosado) que, teniendo ya un perro, ¿por qué no tener uno o dos más?. El pueblo está lleno de señores y señoras en chanclas que pasean parejas en incluso tríos de canes.
El mundo ha aprendido a dar amor a las mascotas (da igual que sean cánidos, felinos, batracios u arácnidos). La soledad de los individuos (cada vez más solos y más auto-fotografiados en su soledad) con sus veleidades egocéntricas y exhibicionistas son campo de cultivo para que la mascota sea otro cachivache más que mostrar junto al tatuaje. El domingo por la mañana vi a una chica normal paseando con una correa a un cerdo vietnamita que estaba ya para darle el gori gori de matadero. Me pregunté si habría revolcón juguetón y risueño en el sofá con semejante animal al volver a casa.
Todo esto viene por el testimonio documental que encabeza toda esta palabrería: “Perdido Agapornis”. Lo encontré paseando por el pueblo. Ya sabéis que no es la primera vez que hablo de estos carteles. Pienso que ya se trata de un género literario, sobre todo el de los agapornis. ¿Cuánto amor hay en este aviso?, ¿cuánta esperanza puesta en el Ser Humano? Las advertencias son de una candidez sonrojante: “Puede que no se deje coger. Desconfía”. “¿Lo has visto en un árbol?”. Nada sabe el dueño del pobre pájaro acerca de los Ripersen, que a estas horas estarán cenando en algún restaurante de la geografía high class del mundo. La angustia de esta familia le es ajena, pero el pienso que Pipi se ha trasegado hasta llegar a la fatal situación (no es por joder, pero hay mucho gato callejero últimamente) es probable que esté vinculado a las brochas de castor Ripersen.
Cierren bien las jaulas y aten a sus animales de compañía. El mundo acecha de tantas y desconocidas formas que uno siempre tiene que estar preparado. Empiezan por los agapornis y uno nunca sabe por donde siguen.
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