Un camión paraliza el tráfico. Ha quedado atrapado en el corazón circulatorio de la ciudad. El puente del V Centenario es una trampa estrecha y retardante que salva un Guadalquivir que comienza a ser excesivamente cortejado en sus orillas por naves de logística y abastecimiento. El camión está a diez kilómetros de donde circulo en dirección a las escuelas de mis hijos, pero siento su presencia sin saber qué es lo que ocurre. El corazón tiene las arterias estrechas y la sangre se adensa en las venas del extrarradio.
Por la tarde voy a mirar un coche. Por casualidad, llego puntual a la apertura del concesionario. Espero unos minutos. No llega nadie. La chica gorda de la recepción pasa por mi lado y no saluda. Lo hará estentórea y afectadamente cuando me vea entrar. Que qué quiero, me dice. “¿Ver un coche?. Los vendedores entran a las cinco”. Son las cinco y cinco. Un mecánico de la casa me invita a pasar a la exposición. Aparece un señor con zapatos de suela de goma flexible. Tras la mascareta veo unos ojos de años en el cordel inestable de la venta al público. Tiene un pelo peinado a cepillo con canas despistadas en la sienes. Le crece con fuerza aún. “El coche que usted quiere no existe; el turbo-diesel ha muerto”. Me siento como soldado de Aníbal Barca en Las Vegas. Tiene que ser un híbrido, pero la fábrica japonesa de componentes electrónicos ha salido ardiendo. “No tenemos piezas; ¿no ve las noticias?”. Hay que encontrar de nuevo el mineral (?) y volver a procesarlo. Si quiero el coche tengo que esperar seis meses como mínimo.
La luz sigue subiendo. La gente de mi barrio no cocina por vagancia o cansancio. Pronto será más barato seguir comprando comida para que te la traigan a casa que cocinar. El mundo engorda sin apenas percatarse de ello. La chica que nos ayuda en casa es aficionada habitual de las cañas de chocolate. La envidio por la alegría de vivir que desprende. Nada sabe de libros ni de lo que se dice cultura general. La caña de chocolate de las tardes la salva de los estragos de darse cuenta de que el mundo muta hacia algo que no se sabe muy bien qué es. Nos invita a que nos sumemos una tarde cualquiera a esta orgía despreocupada de azúcar. Seguramente vayamos un día a practicar la sensación de estar vivos. Su abuela tiene 90 años y está ciega por la diabetes, pero eso no paraliza la marcha del mundo ni de las cañas.
Sigamos disfrutando de los días. A estas alturas el camión ya no estará allí. Seguirá el trajín circulatorio sin conciencia alguna de la parálisis de la mañana. Es mejor seguir comiendo cañas y moviéndonos en patinetes eléctricos. El mundo engorda. Tal vez demasiado.
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