Podría tomarse como una fatalidad que una casa estuviera orientada al Sur, al Norte o al Este. En cambio, el Oeste es un punto cardinal lleno de prodigios, aunque haya algunos madrugadores que celebren de la misma manera el Levante. A comienzos de curso bajé al patio a un grupo de adolescentes con los que paso ocho horas a la semana. Les pedí que me señalaran el Norte y me explicaran la razón para colocarlo en tal sitio. Comencé por los más mayores, pues eran los que habían tenido una experiencia terrestre y solar algo más dilatada (un año o dos) que el resto. No había manera. “¿Puedo sacar el móvil?”; “¿cómo se llama eso con lo que se sabe…?”; “por allí mismo…”. El des-nortamiento era más que evidente. Solo uno de los diez supo darme una razón para situar el Norte en un sitio aproximado...: “se sabe por el sol; porque el sol siempre sale por el Norte”.
Ante tan desolador panorama, pregunté si nunca habían visto un atardecer en el pueblo. Sonrisas inquietas descubrían que tampoco se habían dedicado mucho al cielo. Cogí una tiza y pinté sobre el ladrillo del edificio los cuatro puntos cardinales. “Este es el Este, también llamado Oriente (por el oro del sol) o Levante (porque por allí se levanta); y este el Oeste, también Occidente, con la misma raíz que ocaso (“¡eso es lo de los muertos!”, dijo uno; “¡bien!”, añadí yo) o poniente (porque por allí se pone)”. Sus miradas perplejas comenzaban a entender algo, pero seguían sin saber por qué lugar se escondía el sol en el pueblo. Una vez resuelto el enigma, volvimos al aula con trabajo. Allí dentro, pocos fueron capaces de situar el Norte, a pesar de que ya lo habíamos dejado claro en el patio.
Todo esto me sigue haciendo reflexionar sobre el desconocimiento del mundo que se está implantando poco a poco en los jóvenes. Cuestiones tan elementales no pueden solucionarse a golpe de tecla. Nos pasa igual a los adultos, que poco a poco hemos dejado de mirar las nubes al atardecer para jugar a los vaticinios. Google nos dirá cómo vestirnos y si poner la colada es una buena idea. El cielo es un gran olvidado.
Relativamente cerca de casa hay una colina inhóspita a la que se llega a través de caminos roturados por tractores. Se alcanza la cima caminando o en bici (cada vez está más lejos el campo). Es una loma desde donde se divisan unos difuminados Montes de Málaga y la Sierra Norte, la ciudad a lo lejos y los nuevos edificios (inmensos transatlánticos varados) que se están comiendo sin descanso el olivar que queda. El horizonte es un Calvario de grúas y de antenas de telefonía móvil. Desde allí se oyen los balidos de un rebaño que transita por lo que va quedando de prado, mientras que el pastor deja su trabajo a los perros, mirando sin descanso su móvil mientras los animales pastan. Se escucha la fricción de los neumáticos sobre el asfalto de las carreteras que circundan el mundo, pero también el sonido de un pájaro que sobrevuela mi cabeza y el zumbido de algún insecto. Cuando sopla el viento atlántico, es una maravilla estar allí solo. Igualmente es una maravilla dejar escapar los últimos minutos del día en despejar las dudas de la jornada despidiendo al sol. Hoy fui con mi familia al campo de los alrededores. Paramos el coche en un descampado porque el espectáculo del ocaso comenzaba. Por la tarde mi hijo había tomado un libro de la biblioteca (un catálogo antiguo del Museo de Orsay). Quería copiar con las acuarelas Mujer con un parasol. Era la primera vez que quería copiar algo así. El resultado no se ajustaba al modelo, aunque contenía un hermoso juego de verdes y la promesa de algo que, si bien alejado del original, sería también digno de aprecio. Ahora observando la marcha de Apolo, Santiago quería “caminar por el camino que lleva hasta el sol”. No quería parar. Veo la distancia que recorre el mundo de los adolescentes y el de los niños cuando se les deja observar lo que existe vivo a su alrededor.
La luz de otoño aquí es prodigiosa. El cielo se va apagando como un gran candil. En tardes como estas, echo de menos que nuestra casa no mire hacia el Oeste.
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