Cuido a mi madre en una habitación hospitalaria. El blanco níveo de sus paredes guarda el calor de un ser impar. Vigilo, como si se tratara de un líquido precioso, la gota que oscila temblorosa en el interior del gotero porque de ella depende el descanso de mi madre. Duerme el sueño de los calmantes y de las horas interminables de la convalecencia. En la noche, junto a ella, pienso en el tiempo, en el dolor, en la entrega sin precio y en la felicidad inconsciente de un niño amado por una madre primeriza. No lo pide, pero todas las personas que la quieren pasan esta noche por aquí en forma de amigables voces que llaman por teléfono, en justa respuesta al cariño que ella ha regalado a lo largo de sus años en la Tierra. En mi cama incómoda de acompañante en continua vigilia reflexiono de madrugada sobre la posición caprichosa y mudable del centro del Universo. Hace días que ese ombligo de luz está donde está mi madre. No puede haber mayor dicha.
jueves, 15 de diciembre de 2011
sábado, 10 de diciembre de 2011
Circos
Sigo en mis trece de que habitamos en sucursales del Inferno más o menos maquilladas con signos de normalidad. Ayer atravesé el proceloso mar del centro de la City, un parque de atracciones callejeras donde la masa democrática vibra y se autocelebra por el mero hecho de estar dentro de este magma de luces y de carnes que el dukanismo aún no ha logrado eliminar. La avenida principal de la ciudad, con el efecto narcotizante de las luces de Navidad repetidas hasta el ombligo final del punto de fuga, albergaba espectáculos de diferente pelaje que compartían su condición de ser asuntos de extrema humanidad. Un joven gaitero escocés en mangas de camiseta tocaba ante un escaso grupo de compatriotas (dos) jaleadores y ciegos de beber; un grupo de africanos le daban leña a la percusión y se contorsionaban mientras que parejas canis, embutidas literalmente en cazadoras de última generación, movían cuellos y caderas (de una morbidez repugnante) al ritmo de los desheredados; una niña pija (10 años aproximadamente) con las extremidades aprisionadas por un abrigo de paño beige, lazo rojo y bufanda a cuadros, corría explotando las pompas gigantes que un hippy producía con una palangana, unos palos unidos por dos cuerdas y un litro de mistol, con tan mala suerte que, en uno de sus breves saltos (su masa corporal sólo le permitía soñar con despegar las puntas de los pies unos milímetros de suelo), su manita perforó una de estas obras de arte efímeras y tornasalodas cayéndole en sus ojillos de princesa de colegio concertado unas gotas de agua envenenada por la química. El llanto de esta jabalina urbana era descorazonador y pertubador a la vez. Más adelante un cholo semi-eurocaucásico, trepado en un baúl metálico, regalaba estentóreamente pasajes bíblicos parafraseados con más mala memoria que imaginación.
Escapando del frío de estas visiones me colé en la Fnac y me hice con el Let it bleed de los Rolling, la única prueba de que aún existen islas para el refugio de espíritus diletantes. Las fechas que vienen serán duras. Los espectáculos de este tipo aparecerán con tanta normalidad como el pavo recriado de Nochebuena en nuestras mesas. Aconsejo que busquen abrigo en la calidez de la familia de sangre (la política es un accidente insidioso del destino) y se hagan con un buen saco de cosas bellas. El 2012 será el año de la risa floja y del cazzo duro. Ánimo.
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jueves, 8 de diciembre de 2011
Batato
* La sequía a la que me somete la vida actual, me hace recuperar una fritanga del verano del 2006, aunque creo que, tristemente, conserva una actualidad heladora.
Esta historia se cuenta con escasos ingredientes: un primo (1), un tunante (2) y tres cervezas (3). Unan ustedes con una línea los puntos enumerados y sus ojos contemplarán la silueta plateada de la hoja de un cuchillo que, al modo de Disney, tomará vida y se le clavará sin miramientos en la espalda. Es de obligada necesidad que yo les ponga en sobre aviso para que no sean atracados impunemente en los contornos metropolitanos de la City en la que habito.
La escena apenas perfilada arriba tuvo lugar en la localidad de Umbrete, más concretamente en el “Bar Batato”, bodega cuyo propietario dio ayer muestras de lo fino que hilan estos nuevos atracadores de pobres incautos como yo o como ustedes. Tras ingerir L., el amigo J.B. y servidor unas cervezas en la terraza de dicho local, me interné en el negocio y pedí la cuenta de las tres bebidas. El camarero no pudo pronunciar la suma, ya que otro individuo (apatillado al estilo pijo-recalcitrante-sevillaní) le impidió que abriera la boca con una mirada de hosca complicidad: “seis euros”. Sólo pude preguntar de nuevo por ese verso trisílabo que salía de su boca y que me proyectaba directamente el universo de los primos citadinos que escapan al cinturón periférico en busca de fresquito y de, ilusamente, precios que estén ajustados a la renta per cápita del lugar. Al ver mi gesto algo airado y mi desaprobación al pagar, el dueño se presentó e utilizó el método científico para demostrar que en aquella copa cabían dos pequeñas (aproximadamente del tamaño Pin y Pon). Imaginen ustedes una copa llena de agua que con maña de buhonero este señor se daba a la tarea de verter en las copillas a las que le asignaba, sin temblor alguno de los músculos de su rostro, el precio de un euro. Luego vino la observación acerca de las medidas de las mesas, cuestión esta que nos pareció de gran rapidez mental y originalidad. En fin, que nos fuimos escaldados pero con un testimonio humano de impresionante profundidad.
Vayan y pruébenlo ustedes mismos. Pasarán un rato agradable. Como último apunte les diré que la carta no tiene precios; los únicos números que figuran en ella es la del teléfono del antro. Que Dios nos asista.
lunes, 28 de noviembre de 2011
El infierno son los otros (o casi)
Vengo de una de las sucursales del Infierno que hay en mi barrio: el Día de la esquina. Acabo de presenciar una bronca entre una joven embarazada y una pija anoréxica. Al parecer, la primera ha intentado colarse y la otra no la ha dejado. A partir de ese momento todo ha desembocado en un cruce de insultos cada vez más surrealistas. La embarazada (gafas de pasta lila y blanca): “no tienes vergüenza, eres una pija y vienes al Día a comprar”. Pija (tipo compuesto por todos los adminículos que se le supone al personaje –bolsón, botas de caña de montar, jersey de caja con bufanda a cuadros, etc.– pero todo de procedencia oriental): “¡A mí no me miras de arriba a abajo, gilipollas! ¡Qué te laves el pelo, soguarra! ¡Yo soy una señora y tú eres una gilipollas! ¡Perroflauta!”. Unas niñas pequeñas uniformadas de colegio concertado miraban desde detrás de la caja la escena con gesto de interés. Su madre no ha celebrado de igual manera este entremés de verduleras. Observo las caras de los que aguardan pasar por el pitido del lector de barras. No muestran ninguna consternación, sólo desencanto y tristeza, extenuados como están por los rigores de la economía abisal. El Día es el supermercado de las ojeras, los glúteos estriados y el desencanto. Otros establecimientos de este tipo, el de los parvenu, el de los evadidos de su estamento con ínfulas de pertenecer a una estirpe a caballo entre la alta alcurnia y la clase media. Al fin y al cabo un estrato social híbrido y bicéfalo, tierra de nadie en los manuales de antropología contemporánea, que el satírico, escritor y suicida Maurice Joly (1829-1878) ya había analizado para el mundo en un libro esencial para nuestro tiempo, El arte de medrar. Manual del trepador (Galaxia Gutemberg, 2002). Aquí se retrata a la perfección, siglo y medio antes, el espécimen humano que poblaría las playas y las ciudades de vacaciones de principios de siglo XXI.
A esto, mal que nos pese, estamos abocados si no nos afanamos en ser otra cosa. Esta tarde estuve a punto de sumarme a la feminomaquia. Opté mejor por parapetarme detrás de las inocentes niñas de escuela concertada que se decían la una a la otra: “Es verdad, tiene el pelo asqueroso”.
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martes, 22 de noviembre de 2011
La vida de folletín
Esta mañana me desayuné con naranjas pasadas, esas que muestran una corona blanquecina que tiende en su centro hacia el azul místico. Corté la parte dañada y me la comí. Está claro que no logré extirpar del todo el sabor agrio que se había colado hacia el corazón de algún gajo sano. Un leve retortijón de barriga y al baño, pero con la extraña sensación de haberme montado en una nube de intoxicación cítrica que me hacía ver el mundo de otra forma. Puro espejismo. Salí hacia la empresa y vi que una bandera de dimensiones exaltadamente patrióticas ondeaba en un mástil de 20 metros en medio de una rotonda. Como Constantino y el colosalismo de su estatuaria o como el bizantinismo de la Alhambra y su estuco posticero, lo desmesurado sólo esconde la decadencia. Con esta lucidez de medio pelo me encajé en la granja de pollos para trabajar. Hoy me contó una colega que sus curritos no soportan que en el taller se pronuncie la palabra folletín –risas, aspavientos desmedidos y gritos excitados de la primera banca a la última– , por lo que la explicación sobre la novela decimonónica y Galdós se ve mermada de información para que estos seres alcancen la 2ª fase de algún concurso cultural de televisión.
Me voy a la casa familiar a comer porque por la tarde tengo cita con algunos representantes legales de mis trabajadores. En la comida, me entero que mi madre llevará una prótesis en la rótula en cuanto acceda a operarse, mientras mi padre, accidental presidente de mesa electoral (la presidenta titular sintió una indisposición la noche antes, según su marido, que le provocaba una actividad intestinal digna de una auténtica rucha vieja) me narra que el PP ganó en unas urnas en las que el voto obrero era mayoritario y que un curioso saboteador había colado una foto de Arnaldo Otegi con el puño en alto en el sobre blanco del Parlamento.
Vuelta al tajo. Los representantes legales de mis curritos tienen vidas que darían para fritangas, asados, cocidos y potajes. Sus historias pueden ser las mías. Intento mantener un educado murete de contención íntima, pero a veces se viene abajo y me entero de divorcios exprés y de idilios escondidos a hijos que sospechan que hay algún elemento extraño que se ha interpuesto entre las miradas jóvenes de sus padres. Un magma literario de folletín que duele como si fuera real, pero el caso es que lo es. El otro día, en un ataque de humanidad, les pedí a los trabajadores que me escribieran tres cosas que les hicieran felices. Hubo de todo: desde lo más material a lo más espiritual. Me sorprendió uno que decía, como si de una oración se tratara, “que mis padres nunca se separen”. Mientras que muchos de nosotros rezábamos el “Jesusito de mi vida”, en USA, un país actualmente entregado a un tacto hipócrita que intenta escurrir las demandas, los niños enviaban sus plegarias a Dios con un “Si muriera antes de despertar” (título además de un prodigioso cuento de William Irish) que llenaba de dramatismo el inocente e infantil sueño. Sin “Jesusitos” ya, me cuenta el último manager de un obrero de 14 años que le ha castigado sin sacarle la licencia de armas. Me aclara que la puede tener con un adulto al lado, que puede apartarse 50 metros de ese adulto en cuanto cumpla los 16 y que a los 18 ya puede tirarse al monte solito. Esta noche, en mi camita rezaré todo lo que sepa para que mi existencia nunca se cruce con tanta literatura. Good night, my friends.
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domingo, 20 de noviembre de 2011
La vida novelable
La semana pasada me fumé un cigarro a la puerta de un bar de la City con el escritor Antonio Orejudo, que venía de ser presentado por el crítico literario José Mª Moraga en uno de esos exorcismos culturales que a veces aparecen en el mapa del Polo Norte que es la vida intelectual del lugar. Orejudo hace un rato que ha dado a las mesas de novedades Un momento de descanso (Tusquets, 2011), novela que incide en las soflamas de podredumbre que ascienden desde el ámbito universitario español, con sus cicaterías, tratos de favor y colocación de efectivos que poco tienen que ver con la aristocracia de la inteligencia y mucho con las veleidades de los titiriteros titulares de muchos departamentos. El hombre, sabiendo que dedico mis mañanas a la poda intelectual de cerebros adolescentes, me dice que en ese submundo de la secundaria obligatoria se esconde una novela que nadie ha hecho en España aún. Como buen fondista, me advierte que me da un año de ventaja para acometerla; si no, lo hará él, ilustrado como está por la experiencia de su mujer en los mismos graneros de talento.
Le cuento que cuando empezaba en esto, un día oí gemidos al otro lado de la pared de mi departamento proveniente de las gargantas excitadas de un operario de Educación Plástica y Visual y una obrera de la sección de Biología. Escorzos a lo Ingres atravesados por la pasión por la anatomía humana desde dos disciplinas que –no me cupo la menor duda– habían encontrado un punto de afinidad en lo púbico; también le relaté que sabía de un colega que no quiso manchar su intachable fama de pulcro al tener que driblar la invitación a una cama redonda con dos compañeras de Griego y Francés (nada de guasa) junto a un incrédulo matemático por tener las uñas de los pies del tamaño de las garras de un águila calva; y, por último, que yo mismo había asistido al trasvase de hielos de boca a boca por un claustro casi al completo en una caseta de feria a las 5 de la tarde, ahítos de fino y de aburrimiento. Orejudo aplaudió estas postales lúbricas con el entusiasmo de un minero que encuentra una veta de oro.
Antes de apurar el cigarro me dijo que había una 2º oportunidad para los que como yo se ganaban la vida en la romanización ingrata: los profes de prisión tienen un público más dócil e interesado; sólo hay que salvar ciertos prejuicios sobre pasados delictivos y la vida fluye como si estuvieras impartiendo clase en Harvard. Me lo creí a medias. Normal.
A partir de mañana haré acopio de material novelable pegando el oído a las puertas de los departamentos aledaños al mío, miraré de cerca los avances de mis colegas en lo que respecta a las entradas y salidas del baño y trasegaré alcohol en las citas conjuntas fuera de la empresa para ver si lo del hielo se queda en una mera anécdota. Si no hay nada, siempre me podré unir a las misiones trullo-pedagógidas.
viernes, 18 de noviembre de 2011
Los felices
Las niñas de mi barrio beben Fanta de naranja y comen pitas con cordero. Sus madres toman el sol en las terrazas de los bares con una cerveza desespumada en el vaso de Duralex. Brilla la vida con el dorado de la cebada en las mesas. Perros de tamaño extralarge se husmean hocicos y culos con deleitoso nerviosismo. Apoyado en mi mesa de tabla, con una bola de humus aguardando a que la rebaje con el cuchillo por el polo norte, espero yo al señor Luque. Pienso que Alejandro es el motor secreto de todo este ambiente: nunca una muestra de debilidad, siempre feliz delante de las marejadas que insisten en cambiar el curso de las aguas. ¿Cuánto vale este tipo de gente? Siempre he celebrado la alegría que nos aportan los seres que tenemos cerca. El jueves en el Pitacasso a las 14:00 nos damos un baño de felicidad a golpe de vinos y de literatura. Conozco a tipos que matarían por fundar una tertulia sesuda en la que pontificar sobre las últimas tendencias. A nosotros nos basta con saber que el gran Jorge está en la barra, la dulce Ana en la cocina y que nuevos cuadros colgarán de las paredes del Pita en esas exposiciones que montan todos los meses. Por si algún fritanguero le apetece pasarse a ver cómo lucen las Fantas en las mesas y a qué velocidad devoran las niñas de mi barrio las pitas, aquí dejo el envoi. Larga vida a todos los felices.
martes, 15 de noviembre de 2011
Poetas
Los poetas cuando llegan a una edad provecta recitan de memoria (si aún la conservan) sus poemas de juventud. Si cantan sus versos de última creación, casi todos tienden al culturalismo o a la reflexión pre mortem (la que realmente me interesa y disfruto). Esta noche he ido a ver a Caballero Bonald y a Pere Gimferrer, artistas y hombres desiguales, pero que coinciden en avenirse bien a saraos de lectura lírica ante auditorios de profesores de más de 50 y viudas de más de 60. Algún estudiante de los que aprecian a las glorias vivas andaba también sentado por el suelo de la sala.
Caballero Bonald ha ofrecido una lectura aceptable alla maniera di Borges (finales de versos llanos con alargamiento ascendente de la penúltima sílaba). En cambio Gimferrer parecía un teleñeco con una manopla mojada en la boca. Recitó de carrerilla un poema de Arde el mar y luego introdujo alguna que otra explicación de exultante nasalidad que los asistentes intentamos descifrar a partir del movimiento de los labios. Imposible, el amigo Pere tiene menos labios que una tortuga, una raya que se abre y se cierra como la boca de un teleñeco. Me pregunto cuánto vale traer a un vate novísimo a la City si un concursante de comerse una caja de mantecados El Patriarca de 5 kilos hubiera recitado mejor que el catalán.
Caballero Bonald ha ofrecido una lectura aceptable alla maniera di Borges (finales de versos llanos con alargamiento ascendente de la penúltima sílaba). En cambio Gimferrer parecía un teleñeco con una manopla mojada en la boca. Recitó de carrerilla un poema de Arde el mar y luego introdujo alguna que otra explicación de exultante nasalidad que los asistentes intentamos descifrar a partir del movimiento de los labios. Imposible, el amigo Pere tiene menos labios que una tortuga, una raya que se abre y se cierra como la boca de un teleñeco. Me pregunto cuánto vale traer a un vate novísimo a la City si un concursante de comerse una caja de mantecados El Patriarca de 5 kilos hubiera recitado mejor que el catalán.
En fin, no salgo de mi asombro. Me dice mi amigo Aníbal y el bueno de Braulio que Tomas Tranströmer, el último Premio Nobel de Literatura, es un grande. Su hemiplejia tampoco le permitiría subir a los estrados a recitar, pero sospecho que tiene algo que decirnos más allá del culturalismo en el que se refugian algunos autores y que nos dejan soltando palabrotas en las esquinas de los versos afectados por ese mal baudelairiano que se llama aburrimiento. Lean poesía; les hará mejores personas.
miércoles, 9 de noviembre de 2011
Prepárate para un posible peligro
“Prepárate para un posible peligro”. En una parada de bus de la City se exhiben carteles con flecos en sus bajos. Entre cuidadoras del hogar internas con credenciales solventes, clases de recuperación y chapuzas a domicilio, triunfante y extraña, resplandece una oferta de Wing Tzun (kung-fu para los amigos) con un eslogan que bien podría servir para cualquier cosa en estos tiempos cariacontecidos y vertiginosos. Mis posibles peligros del día de hoy se han materializado en una serie de desencuentros con la realidad inmediata que paso a enumerar. El bailador-felador Miguel Vargas me ha expulsado de mi hogar por la mañanita como viene siendo costumbre desde hace seis añitos de nada. Me he tirado a la calle a hacer tiempo reciclando papel; como uno es muy ecologista, después de introducir la bolsa de Zara en el contenedor y sacudirla enérgicamente por las puntas de su parte inferior, ha querido recogerla para reutilizarla en el almacenamiento doméstico e infinito de periódicos. He tardado menos de un segundo en percatarme de que alguna criaturita había introducido en este gran buzón metálico unos testimonios de su incontinencia intestinal que han impregnado la bolsita que yo tenía intención de devolver a mi hogar. Con las manos chocolateadas peligrosamente, he vuelto a casa (ya tenía el maletín en ristre para marchar al trabajo) y las he sumergido en abundante jabón. Segundo intento. Me monto en el coche y enfilo la calle con tal vez excesiva celeridad; al llegar a la esquina estoy a punto de atropellar a una monja-cantimplora (achatada, gorda y vestida de oscuro), que blande su mano desmañadamente sin mirarme mientras cruza. No sé si me ha bendecido o se ha cagado en mis muertos. Pienso que las hermanas habrían de procurarse unos chalequitos reflectantes para andar por la ciudad.
Arribo a la empresa. Como acostumbro a llegar de noche, nunca me había percatado de la inmensa obra grafitera-conceptual que luce en un muro frente a la fábrica: un miembro viril gigantesco, con dos testículos de los que salen disparados dos pelos, exhibe en la punta un prepucio apretado en claro y preocupante estado de efervescencia masculina. Esta maravilla pictórica viene acompañada de otra muestra de elegancia literaria: “TOMA!!! PA TOA LAS ENVIDIOSA (sic)”. Avanzo hacia la puerta del trabajo sin resolver el enigma que me plantea el acertijo. Me topo a la entrada con una currita como yo. Me dice que la empresa ha decidido colocar unos tenderetes con libros para que nosotros, indigentes intelectuales, podamos degustar el fino caviar de la cultura. “Yo ya he comprado”, me dice mi compañera. “Lectura de piscina. Esa de estar leyendo con un ojo en la página y con el otro dedicado a ver quién entra en el césped y si fulanita está más gorda que el año pasado. Algo que no me haga pensar mucho y que me deje controlar el cotarro”. Qué etiquetón: Lectura de piscina. Poca gente puede resumir en tan pocas palabras Tiempo de arena de Inma Chacón, la finalista del Premio Planeta de este año.
Afirma Milan Kundera en su ensayo El telón (libro que no me canso de recomendar por apenas 8 pavos en Tusquets) que al hombre contemporáneo, incapacitado por sus circunstancias de vivir aventuras épicas, sólo le queda la burocracia para que le ofrezca un sucedáneo de todo ello. En la película francesa El infierno (reflexión sobre tres formas diferentes de entender y sufrir el amor, que unas veces resulta prometedora como película y otras, demasiadas, resulta un edulcorado y pseudo-sesudo videoclip con toques de Amelie) dice una de las protagonistas: “Sin creer en Dios, lo único que podemos vivir es un gran drama”. Elijan ustedes entre el posible peligro o el gran drama. Para lo primero, puro kung-fu; para lo segundo, cualquiera sabe.
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sábado, 5 de noviembre de 2011
No sabía que doliera tanto
Hoy, a las 9:35 de la mañana, yo ya había salvado la economía nacional del desastre: dos periódicos aúlicos (3€), una barra integral artesana (35 ¢) y un cruasán (90 ¢). El barrio está adecentado a estas horas; calles y aceras lucen una limpieza acuática y municipal, excepto por el caprichoso patchwork confeccionado al azar por deposiciones (¿sólo caninas?) y las últimas potas de la madrugada. Un hombre anacrónico vende a gritos bombonas de butano que carga a sus espaldas en un carro guiado con esfuerzo. Un señor palomo blanco, tras picotear el bollo calcinado que un yonqui poco dormilón ha machacado con los pies sobre suelo de la plaza, polariza la miradas de los otros colegas de este benefactor colombofílico que se desperezan a golpe de sol en los bancos aledaños.
Me acosté solo leyendo al suicida Cesare Pavese y sus cuitas vitales en El oficio de vivir: confinamiento por ayudar a “la mujer de la voz ronca” a pasar propaganda antifascista. La amó siempre hasta que a su vuelta a Turín, en la misma estación, un amigo le confesara que se había casado. El sonido seco de dos maletas y un cuerpo inerte al caer resonaron en la cúpula ferrocristalina de la estación. No sabía que doliera tanto.
Las balas que se cruzan en el campo de batalla de la vida pocas veces tienen en sus cápsulas la pólvora de la lírica. Ayer mis padres –jóvenes feroces aún– me invitaron a ver en la Librería La Fuga de la City un recital lírico-rockero de “La mujer del tiempo” (Carmen Camacho) junto a un poeta-guitarrista gaditano (Miguel Ángel García Argüez). El zumbido de sus voces desmoronó el castillo construido con la supuesta consistencia de la prosa árida de los días y avivó las ascuas de unas claves líricas que ya desprendían su últimos humos en mi corazón. A esto le sumo que esta semana estuve desmarañando símbolos y hojas caducas de Juan Ramón a los curritos más avezados de mi empresa. “Comienza la poesía cuando un majadero dice del mar parece aceite”, afirma Pavese; o cuando tu padre te cuenta que la misma casa que acoge en su bajo a La Fuga fue el hogar de su tía abuela Rosario, que alquilaba el 2º piso a un huésped (un taxista portugués), que decoraba la 1ª planta con muebles modernistas y que calentaba al sol de la azotea un barreño de zinc en verano para bañar por la tarde a un niño que por el rabillo del ojo miraba las pipas de melón dispuestas para llegar al juicio final de la plancha vespertina. Una vez fui poeta; no sabía que doliera tanto.
domingo, 30 de octubre de 2011
La belleza que huye
Cuando llegó de México, a Valle-Inclán le desagradaba Madrid porque no le dejaban subir al tranvía con los dos leones que, según él, lo acompañaban habitualmente en sus paseos. Sin leones yo, tampoco me gusta la ciudad a la que retorno para desarrollarme como un no sé qué. La mañana del lunes, de vuelta a la empresa tras un brevísimo paso por los cielos del academicismo universitario, puede ser una hoja bien afilada que me seccionará el cordón umbilical que aún hoy me mantiene unido a un estado de gracia. El Congreso Valle-Inclán y las artes, organizado por la Universidad de Santiago de Compostela, ha dejado en mí patente que uno necesita de “otras voces y otros ámbitos” para poder respirar como un ser normal y no adocenarse con el viciado aire de las aulas. Decía Nietzsche que “tenemos el arte para no perecer a causa de la verdad”. La semana va a ser dura; a ver qué clase de arte me llena el alma otoñal y melancólica que sólo respirará con la ventilación asistida de algún momento de belleza. Estamos de nuevo en la brecha, güeys.
sábado, 8 de octubre de 2011
El viento de otoño contra el deseo de posteridad
Comenzó al fin el otoño. Un viento airado hace tremolar los toldos y agita las persianas a medio abrir del edificio. Es el rugido de una estación que se nos niega. No es buena la añoranza del frío. “El otoño. Nuestra barca, alzándose en las brumas inmóviles, gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con su cielo maculado de fuego y lodo”, cantaba Rimbaud, miserable doliente de la vida callejera y tabernaria de la bohemia. Me hubiera escupido a la cara, claro. Hay quien piensa que la estación ocre es el tiempo de la saudade del verano y de la melancolía de la infancia. Para mí es el momento de la nostalgia esencial, validada por sí misma sin necesidad de explicarse. La aletargada intimidad del frío nos hace menos expansivos y, tal vez, más conscientes de nosotros mismos. Estas vetas de sol arrogándose el honor de ocupar nuestros salones han de competir con las nubes que vendrán.
Cuando ya la memoria se expande hasta los casi 40, el color, la luz, los tímidos y pequeños sonidos autumnales convergen hacia una sola evidencia: el tiempo muda a una velocidad que no reflejan los espejos, sólo las fotos que guardamos en el disco duro o en los álbumes. La posteridad, esa memez que edulcora el corazón de los artistas y de los prohombres, se ríe de nosotros en otoño y se carcajea en invierno. El otro día, en la presentación de una novela, la autora desplegó ante el auditorio el colorido abanico de sus logros narrativos y mostró su obsesión porque la obra se leyera dentro de 10, 50, 100... años. En el cocktail se acercó a un grupo de admiradores que estaban hablando de la nueva novela de Jonathan Franzen, Libertad. Entre ellos me encontraba yo, que por confraternizar aludí a la necesidad que tiene el establishment norteamericano por buscar un escritor que acumule adjetivos grandilocuentes y que jubile a los aún vivos y acabe de enterrar a los muertos. Ella sólo me prestó atención cuando dije que Franzen había nacido en el 59. La única luz que me regalaron sus ojos duró el tiempo de hacer la resta. Las mechas cobrizas de la escritora se hacían más brillantes en donde principiaba la caída que acompañaba su rostro anguloso. El cobre otoñal combinaba con unas uñas pintadas de verde esmeralda a los pies. Otoño y primavera. Tempus fugit y renascentia florum. La melancolía y la esperanza. En fin, así está la cosa en el mundo de la literatura. Me tiro a la calle antes de decidir cerrar la puerta por dentro y borrarme de facebook, tal vez el engendro hipermoderno que menos invita a la reflexión y al recogimiento. Feliz Sábado y mejor Otoño.
miércoles, 5 de octubre de 2011
Se acabó el disseny
La dinámica Patrulla Breitling de reactores abría La Festa al Cel en el azul de Barcelona. Un rugido metálico dispersó el animado corrillo de palomas y periquitos que picoteaban unas briznas de patatas olvidadas por alguien en un banco. Caminamos hasta la Barceloneta. Los reductos sin disseny aún existen entre tanto brillo y color sintético. La Cova fumada es la muestra suspendida en un tiempo que se ha llevado estas extrañas formas de negocio familiar. El local es una bodega con la cocina a la vista y con tres generaciones pululando a la vez entre las mesas de mármol que los parroquianos del barrio y algún que otro eventual cliente ocupan. Preside aquel teatro la fotografía de la abuela del señor que regenta el local. “Mi abuela inventó la bomba de patata. La gente no lo cree, pero fuimos nosotros la que la pusimos en el mundo”. Nos pone dos. La mujer se apoya en una silla ataviada con ropa de domingo con un rictus que parece presagiar que las cosas nunca han de cambiar en el negocio si el negocio funciona. Y funciona. Bombas, alcachofas a la plancha, calamares, etc. Cocina de batalla venida del pasado para paladares venidos del mendaz y raquítico presente. Son las dos de la tarde. Nos adentramos en la Barceloneta con nuevas atronadoras pasadas de dos F-16.
La Leo es un bar con mugre, mucha mugre. La mujer que lo regenta es fea y pequeña. Cualquier aprendiz de pintor sabe el significado de unos ojos dispuestos asimétricamente y sin tino en una cara. Es un milagro que no haya gente más mal encarada. La Leo es sobrina, según la aparatosa decoración del bujío, del gran Bambino, que nos vigila desde diversos ángulos fotográficos en poses contrastadas con los escorzos más famosos de la estatuaria clásica. La música la ponen dos lesbianas que han ocupado el juke-box del rincón. Sólo rumba. La cosa se anima y nos animamos. La Leo expende cerveza como si siempre fuera happy hour. Empipado, hago migas con las djs a la que suministramos nuestras últimas monedas para que rumbeemos todos. La dueña del negocio sale a pegarse un baile con nosotros. Un metro cincuenta y cinco, con los brazos levantados hacia el cielo cruzado por la Armée de l´Air esta vez. Unos pasitos, cuatro vueltas sobre sí misma, dos saltos hacia atrás y una cara de macaco con los ojos entornados que mira a las espeleólogas buscando su complicidad. Aquello se cae. Llega un muchacho agitanado con guitarra y una joven natural de Praga a tocar en directo. Por las ventanas que dan a la calle unos guiris introducen sus cámaras para inmortalizar todo aquello. Jamás pensé que Barcelona pudiera ser tan cañí.
Volvemos con el alma atusada por este milagro. Si los paquis supieran lo que se cuece a veinte minutos de El Raval, correrían a cortejar a la Leo y a comer bombas de patata a precios del 2º mundo. Al fin y al cabo la Utrera de Bambino lleva siglos limitando al Este con el lado más gitano de Islamabad. Bona nit.
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viernes, 30 de septiembre de 2011
Ja sóc aquí
Huyendo de la calima septembrina, ayer tomé un avión y me vine a Barcelona. De nuevo el low cost me salva del desnutrido ambiente de los días laborables. En la cola me topo con fugados como yo y con habitantes del mundo de la empresa y de los congresos de fin de semana. Una mujer de 45 años, con unas mechas puestas muy probablemente por su cuñada, comparte una animada conversación con dos tipos de más o menos su misma edad. El más elegantemente vestido (camisa a rayas, vaqueros desfondados y zapatos en punta con hebilla) afirma que lo más interesante del congreso será la ponencia “Dermatología de pequeños animales. Nuevas alternativas”. El otro le dice tajantemente: “estoy harto de las cobayas”. Los tres miran al suelo reflexivamente y dejan de hablar durante unos segundos. La fila se mueve.
Dentro de la cabina el piloto se presenta como el Capitán Víctor Hugo. Cuando repite la retahíla en el inglés normativo, le suma un “da Silva” al nombre del insigne escritor. Pienso en el orgullo herido de los posibles súbditos de la Reina de Inglaterra que pudieran estar en el pasaje. Un autor francés, negrero literario, que controla los mandos de la nave, bien podría tratarse de una burla de mal gusto, de ahí la inclusión del apellido. La gran literatura siempre fue cosa de los otros. Duermo. Tomamos tierra y un tipo llama a Anita: “Anita, ja sóc aquí”. Anita lo esperará a la salida y, además, ya sabe que está aquí antes de que él la telefonee. El móvil inútil de los aviones. La nueva terminal del Prat no tiene la constitución ósea de cetáceo que presenta la T4 madrileña, sino que presenta un aire entre pabellón de deportes estadounidense y planta de cosméticos de unos grandes almacenes. El suelo color azabache brilla con ostentación. Sigo a un calvo que venía conmigo en el avión y me lleva hasta la salida. Un bus (5.30 €) me lleva hasta Plaça de la Universitat. Los manifestantes contra el estadista-lingüista Artur Mas no llegan a paralizar la circulación esta tarde. Al fin en la Ciutat.
Me tomo unas cervezas Moritz en una cafetería moderna (ya saben de qué les hablo) de nombre Lletraferits, que sin complejos pone un disco entero de Sabina. Pienso en que en nuestra City no habría ningún local de la zona moderna (ahora también saben de qué les hablo) que tuviera el arrojo de poner la misma música. Estos tipos tararean a Joaquín y te cobran en catalán sin complejos. La noche se expande entre paquis y garitos de mojitos y chaise longue. Adoro Cataluña. Mañana más.
lunes, 26 de septiembre de 2011
Publicidad rural
Mi frutera se llama Ana. Combina un cuerpo descomunalmente gordo con una delicada voz y un afectuoso trato. A su negocio acude un variopinto elenco de señoras del pueblo. Las conversaciones se alternan, se pisan, se relevan. No existe el silencio entre la muda podredumbre del tiempo que se posa de forma casi imperceptible en los tomates y en los que allí acudimos. Esta mañana anduvo por allí Toñi, una mujer con la que he compartido mostrador alguna vez. Toñi es una madre amantísima que siempre se demora en algún detalle familiar. Dudo que conozca la diferencia entre el ámbito público y el privado, entre el registro informal y el formal. Su expresividad está llevada hasta sus últimas consecuencias: “La Toñi chica, hijaputa, ya es la 5ª vez que presenta al práctico del coche. 'Mamá, es que me pongo nerviosa con er tío a mi lao', dice. Como no me lo saque esta vez le meto un estacazo (sic) que la esnuco”. Se dirige a la frutera, pero busca mi complicidad por el rabillo del ojo. Intento no mirar al basilisco por una mera cuestión de libertad civil: congraciarme con ella podría llevarme a sufrir situaciones engorrosas de aquí en adelante. Me concentro en el verde radioactivo de las mandarinas –ASAJA ha recomendado hoy a los naranjeros que se dejen de tonterías y permitan madurar en los árboles a los cítricos–. “Niña, estas mandarinas están para tirarse de los pelos der pecho”. Ya está, no cabe mayor exactitud en tan pocas palabras. La imagen tiene expresividad, plasticidad y creatividad. Me la imagino trabajando con Don Draper en Sterling, Cooper, Draper & Pryce, dejando a la pobre Peggy para ir a por hielo. Este monstruo de la publicidad rural se va. Me deja a solas con la gigante y dulce Ana. Me cuenta que este fin de semana se irá a la playa. Le gusta que no haya nadie. No puedo dejar de imaginármela desnuda, trotando desbocada, jadeante y risueña hacia el mar gris del otoño. Ana se merece todo el mar. Ella no lo sabe aún. Espero que pronto alguien se lo diga al oído.
domingo, 25 de septiembre de 2011
Correr con la memoria del verano a cuestas.
En el tórrido verano del midi galo me acerqué hasta Avignon, una ciudad bulliciosa en su centro, como huevo cuya yema refulgiera frente a la blancura de la clara; quiero decir que, quitado los vestigios papales que concitaban a la multitud, la vida transcurría y se recogía a las afueras con una serenidad puramente europea que obligaba a los escocidos turistas a refugiarse en los bidés (si es que los hubiera) y en la crema refrescante para los muslos interiores maltratados por las caminatas diurnas. Me tomé tres botellas de Perrier en una terraza siguiendo los avances hipnóticos de un grupo bastante nutrido de cristianos croatas que bailaban una especie de sardana febril y eterna reunidos en torno a la plaza. El cantante local se me sentó al lado. Soltó una parrafada vocinglera de la que pude rescatar alguna alusión inflamada contra Benoît XVI y algo sobre sus derechos como artista callejero, la France y el laicismo de Estado. Me miró buscando complicidades de última hora. Mi francés es tan bueno que sólo me da para sonreír discretamente. Dijo algo sobre el turismo de masas y se fue con la mecha encendida y la pólvora mojada.
Dentro del Palais des Papes (sin refrigeración ni alivios pétreos posibles para el calor sofocante de agosto), aprecié los hermosos frescos de la Cámara de los ciervos, el gabinete de trabajo del Papa Clemente VI. Por allí anduvo Petrarca, que casi le debe lo mejor de su producción al mecenazgo del pontífice y al hecho fortuito de cruzarse con la joven Laura en la Avignon de la época: Trovommi Amor del tutto disarmato/
et aperta la via per gli occhi al core,/ che di lagrime son fatti uscio et varco (Hallome Amor del todo desarmado,/
y viendo abierta al corazón la vía,/ por los ojos entró con desenfado).
De vuelta al hotel, el Ródano, con su verde añorando el azul nizardo, resplandeciendo con la última luz de la tarde y atrapando entre sus ondas el éter celeste que huía hacia el índigo, me dejó en el sosiego letárgico que me guió hasta la cama. Pienso hoy en todo ello tras acompañar el silencio cenagoso del río de la City con mi respiración entrecortada. Mi preocupante y paulatina pérdida de cintura me ha arrojado a las pistas de running urbano. No he podido dejar de recordar al gran filósofo de la postmodernidad, Enmanuel du Rose, que en su Breve tratado de la carrera anotaba que un día, principiando la actividad deportiva, notó que un hombre corría a unos docientos metros de él. Con afán de superarse a sí mismo, aumentó la velocidad para darle alcance. Durante unos segundos soñó que aquel ímpetu lograba otorgarle a su cuerpo una velocidad prodigiosa, pues se iba aproximando a la presa con una rapidez digna de un héroe clásico. Al cabo de unos cuantos segundos más, la presa pasó a su lado. Según dejó recogido en su famoso breviario, se paró en seco, analizó la situación y dedujo que, además de unas cuantas carreras más, le hacía falta una urgente revisión de la vista. Molido, pero con la memoria de Laura entre las hebras del verano, me acuesto, pensando que lo mismo también el pobre Petrarca hubo de trotar por las calles de la ciudad papal tras la coronación de Clemente VI. En los festejos, entre otras muchas cosas, se deglutieron 119 bueyes y 40.000 huevos y, ya se sabe, los poetas áulicos tienen muy buen saque. Salud.
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miércoles, 21 de septiembre de 2011
Directores generales visitando a los curritos
La Directora General de nuestra empresa nos ha honrado hoy con su presencia inaugurando un nuevo edificio que coloca a la factoría en las más altas cimas de la excelencia productiva. Los directivos locales han sabido disponer al milímetro detalles de distinción que cualquier mente preclara habría sabido apreciar: de la noche a la mañana han surgido agradables macetones de naturaleza interior comprados en los viveros de la hipermodernidad (Ikea?), se ha dispuesto un historiado atril a los pies de las tres banderas que, como trabajadores obedientes y abnegados, nos han de hacer vibrar de orgullo fabril, y se ha colocado una lucida placa que esculpe en el mármol blanco de la inmortalidad tan mágico momento (metraquilato obsceno, con letras de verde corporativo, atornillado a la pared).
Debido al escaso espacio del que se dispone en el lugar de tan magnas honras, los directivos locales han considerado peligroso que el grueso de los operarios y de los jefes de sección anduviéramos sufriendo tales estrecheces y han visto oportuno que, en lugar de presenciar el vuelo grácil al caer de la seda que ocultaba la placa, nos quedáramos atendiendo el trabajo de los obreros en nuestros respectivos talleres, imaginando de lejos discursos complacientes y bienintencionados de unos y de otros. Desde mi taller se oyó, apagado pero vigorosamente ejecutado, el himno de nuestra corporación (grabación oficiosa llevada a cabo por una banda de música sintetizada y algo pasada de revoluciones). Los operarios a mi cargo tuvieron un conato de rebelión, excitados al oír una música tan identificable para sus corazones. Hube de convencerles de que en el submundo de los asalariados también tendría lugar una celebración a la altura de su clase.
Se acallaron los clarines y comenzó el 2º movimiento: nuestra Directora General quiso dejar constancia de su estadía en el nuevo edificio tomando contacto con la clase trabajadora. Abrieron la puerta de un taller donde 30 individuos se entregaban con denuedo a fabricar algunos escritos. La comitiva al completo se introdujo en la estancia. Sonrisas untuosas y flaunerismo buenrollista entre las mesas de labor. La Directora General se mostró muy interesada particularmente por algo externo a la actividad habitual de nuestros curritos que, sin embargo, daba la medida de su humanidad: “Niñas, qué uñas más bonitas tenéis”. Dos de nuestras más díscolas empleadas sonrieron. El calor era sofocante en el interior del taller. Aprovechando la presencia de una figura tan relevante en nuestra empresa, algunos muchachos de al fondo, cuellicortos y sofocados por la temperatura de corral de pollos que se sentía, gritaron airados: “Quilla, ¿el aire acondicionao pa´cuando?”. Qué mujer, qué cintura dialéctica, qué intrepidez política. Sólo tuvo que sonreír y responderle que no se preocuparan, que se tiraba un muro y ya estaban en la piscina municipal. No le faltaba razón a la señora, pues el polideportivo del lugar colinda con el nuevo y caluroso edificio. Las cámaras de la televisión del Grupo empresarial recogieron todo menos estos momentos tan deliciosos. Qué pena. “Adiós, adiós. Ahora no tenéis escusa para no trabajar con este edificio, ¿eh?”. Qué bello todo, Dios mío. En fin, besos, fotos, apretones de manos, más fotos y despedida. Eché de menos que alguno de los nuestros no hubiera visto Amarcord, documento cinematográfico nutridísimo de gestos contra el poder establecido, amuletos contra la autocomplacencia desnutrida de nuestros padres de la patria. En fin, me siento en la silla desfondada de mi estudio a soñar con mundos imposibles y a escuchar Le nozze di Figaro. Sólo en el arte se esconde la verdad. Ciao.
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lunes, 19 de septiembre de 2011
Productos ibéricos, sexo y archivos de video
Por la mañana el sol atraviesa la ventanilla del conductor. Un comercial de productos ibéricos con 39 años surca la provincia ignota de las probabilidades de negocio con el reloj de pulsera de 2000 € espejeando en el techo del habitáculo por obra y gracia de la luz solar. Le divierte el juego. Es un hombre metálico con una visión metálica de la vida. En cuatro años ha comprado un par de esas viviendas que los parvenu (rastacueros en su acepción draénica) llaman con soflama segunda residencia. También ha adquirido tres coches de lujo y participa como principal socio en un restaurante de disseny que toma el dudoso nombre de La banderilla. Se casó con Silvia hace 4 años. Ella se ha retirado del mundo laboral por mero aburrimiento: la venta inmobiliaria, con un marido que le promete la juventud eterna a base de productos de Lancôme, gimnasios de techos cristalinos y spas exclusivos, no es más que un engorro, un obstáculo estúpido que evita el disfrute del gran mundo. A Silvia le fastidia cuidar al cachorro que ambos han puesto en circulación. El empeño fue más de él que de ella. La dieta Dukan era una vulgaridad abrazada con ansias de compradores de bulas un día antes del fin del mundo. Silvia sabía lucir palmito sin recurrir a cañonazos proteínicos como hacían las cuatro semigordas (hartas de salvado de avena) con las que desayunaba antes de ir al gym. El embarazo la mató.
Nuestro hombre se llama Pedro. Pedro, mientras que su mujer agita el biberón de leche en polvo en la cocina (“dar de mamar ni loca; con los pezones no juego”), piensa en aparcar el Q7 al pie de la nave de su mejor clienta, sacar el equipo y montarlo en el reservado que la oficina de Victoria esconde detrás de una puerta de seguridad. Victoria es una empresaria de la misma edad que Pedro, torneada y bronceada por los avances de la técnica estética. Su relación comercial ha subido unos peldaños desde aquel dia en el que ella le sugirió que el morcón ibérico era su producto más ansiado. Un enigma pleno de ordinariez, espetado desde unos labios recién pintados, que Pedro no tardó en descifrar. Ahora se ven poco. La ruta del morcón se ha desviado hacía el Este de la provincia y nuestro hombre se las ingenia para que sus querencias se alivien de alguna forma. La manera de matar el gusanillo desde casa era sofisticada pero sencilla: decidieron grabar sus encuentros comerciales con una cámara y un trípode apoyados en una mesa. El objetivo abarca toda la extensión de una chaise longue de piel negra, archivando posturas y embates. Teatro filmado como en las primeras películas de Chaplin. Al principio les pareció que esas secuencia de un solo plano, habituados como estaban al porno móvil, eran un torpe remedo de las grandes escenas del cine erótico. Pensaron en llamar a la Loli, “una niña que trabaja en el almacén y a la que le gustan mucho las cámaras”. La Loli portando el aparato y recorriendo en primerísimos planos las pieles perladas de su jefa y de un cliente resultaba artísticamente interesante, pero escasamente digno. Además, luego habría que callarla con ventajosas prebendas que pondrían en peligro el buen ambiente entre los curritos. Plano fijo y a intentar dar la mejor cara en escena.
Silvia sospecha. Sospecha de que Pedro se quede hasta las tantas delante de la pantalla de su portátil; sospecha de que, cuando el niño llora, nunca acuda él, despierto como está y grite “ve tú que ahora no puedo”; sospecha de que conteste a las llamadas de su móvil en la terraza y con la mano embozando su boca. Ante la sospecha, lo mejor es actuar. Tras una rutinaria inspección de carpetas en la pantalla del portátil de su marido, una mañana descubrió archivos de video que contenían escenas grabadas en HD: una mujer desnuda se toca el pelo apoyada en escorzo en un sofá; una mano masculina mueve la cámara y la coloca enfocando a la mujer, que se lubrica la vagina con maña afectada; el hombre acude desnudo a la llamada de la fémina; ella le hace una llave, le planta la espalda en el cuero negro del ring y lo cabalga mirando de vez en cuando a la cámara, riéndose de forma estentórea con la cabeza en un tris de descolgársele; el hombre asoma también su rostro, apartando el torso desnudo de la Afrodita del morcón. Doce archivos de video con “variaciones sobre un tema erótico” protagonizados por el marido y esa mujer tan simpática con la que coincidió en la entrega de premios de “Los ibéricos del año”.
Ayer me llamó una amiga. Me contó que una colega vendía !ya¡ un ático recién reformado. Se separa por una excentricidad del marido. No pide mucho, casi nada. Pide que el eje de la Tierra se quiebre e invierta el orden de los días, las semanas y los años. En fin, de la vida misma. Me entristece observar que esos deseos tan humanos vengan animados por el coste del amor en tiempos de la Hipermodernidad. Sean buenos, my friends.
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viernes, 16 de septiembre de 2011
Cocodrilos, monos y coche-cama
El martes pasado se escaparon 2000 cocodrilos de un parque turístico a las afueras de Pattaya, localidad tailandesa donde las lluvias torrenciales provocaron que el Million Years Stone Park se quedara sin esta considerable población de reptiles. Hasta la fecha, sólo se han logrado capturar 28 ejemplares. El gerente del parque hizo notar su preocupación ante los medios de comunicación por la posibilidad de que se procuraran alimentos entre la población local, acostumbrados como están a recibir la comida en cautividad directamente de la mano del cuidador a sus fauces. La semana pasada, en el mismo país, un hombre fue devorado por nueve perros tras volver de vacaciones. Al parecer, se olvidó de dejar encendido el dosificador de pienso para las mascotas.
El mundo tiene sus peligros, que duda cabe. Mi amiga Fatima le dedicó unos días del bello verano al Reino de Siam. Tuvo que salir pitando del Templo de los monos, al norte de Bangkok, cuando comenzó a acariciar a uno y el resto de la población decidió que la joven exploradora iba ser objeto de sus deseos simiescos. Ella y Joaquín huyeron encima de la bici que habían alquilado, dejando atrás una estela peluda e histérica de monos despechados. Eso sin contar las estafas de taxistas de pega, vendedores de falsificaciones occidentales y “policías turísticos”, invención local con la que los más espabilados invierten la balanza a favor del tercer mundo para sacarse unos thai bats en plan simpático al primero.
El mundo tiene sus peligros, que duda cabe. Mi amiga Fatima le dedicó unos días del bello verano al Reino de Siam. Tuvo que salir pitando del Templo de los monos, al norte de Bangkok, cuando comenzó a acariciar a uno y el resto de la población decidió que la joven exploradora iba ser objeto de sus deseos simiescos. Ella y Joaquín huyeron encima de la bici que habían alquilado, dejando atrás una estela peluda e histérica de monos despechados. Eso sin contar las estafas de taxistas de pega, vendedores de falsificaciones occidentales y “policías turísticos”, invención local con la que los más espabilados invierten la balanza a favor del tercer mundo para sacarse unos thai bats en plan simpático al primero.
Mi amigo Rubén me reconoció que cuando llegó a la India con su amada estuvo durante las tres semanas que duró el viaje recitando mentalmente, como una oración posibilista, este extraño mantra: Ma-ta-las-ca-ñas. Once horas en coche-cama, compartiendo el catre con hindúes amigables por mera conveniencia en cuanto echaba la chapa de los párpados, bastaron para desear la costa de Huelva por encima de cualquiera cielo naranja al atardecer sirviendo de fondo a palacios de ensueño.
La masa democrática tiene estas excentricidades. La dromomanía sigue haciendo estragos en las almas fieles a los suplementos dominicales y al Lonely Planet. La fuga, siempre la fuga. Hoy mismo, una compañera de trabajo me daba sabias lecciones sobre lo innecesario que puede llegar a ser un viaje de más de quince horas. En Puebla del Río, a treinta minutos de la City, cruzas el telón gomoso del tiempo y te encajas frente al espectáculo de ver pasar los cargueros remontando el río, en la tarde, a la vez que una inmensa luna traspasa de lirismo la escena. Me lo narra con un entusiasmo impropio del lugar. Añade que ha encontrado en el pueblo una taberna de toda la vida donde sirven tapas de carne de caballo. Qué fácil y qué barato.
Pienso en los 1972 cocodrilos que reptan aún en la noche tailandesa en busca de un bocado. Oigo el grito enloquecido de monos cleptómanos que se juegan a los dados la mata de pelo que le robaron a la dulce Fátima. Huelo el agrio sudor de los eventuales compañeros de cama de Rubén en el coche-cama. Nos vemos en la Puebla, my friends.
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martes, 13 de septiembre de 2011
El Minotauro y las ninfas
Las narraciones ajenas a veces le confieren a la realidad una extraña luz que, mal que nos pese, muestran ante nuestros ojos la bola de cristal en la que el pueblo alemán al fondo, con la nieve en el mismo momento en que esta se asienta tras la sacudida de muñeca del turista en la tienda de recuerdos, finge ser verdad. Me cuenta un compañero que en su centro de trabajo ha habitado hasta el pasado curso un Minotauro, un animal fabuloso de complexión majestuosa, que había decidido por su cuenta y riesgo montar oficina en el recóndito aseo de la última planta del edificio. Durante la media hora del descanso del personal, su servicio resultaba plenamente satisfactorio para quien pudiera sortear el aguerrido celo de los guardianes de pasillo. Esta divinidad fue –hasta que duró el garito– un semental olímpico, una boca de riego seminal que apagaba el fuego de las púberes que se beneficiaban de este servicio gratuito. Condiciones del contrato: cita previa, máxima discreción, puntualidad y nada de gritos. Se aconsejaba también una indumentaria sencilla y alguna prenda que sirviera de mordaza por si las moscas.
Pero, claro, cuando el polen dorado del cielo se espolvorea sobre las flores de un jardín, el de al lado acaba por oír el rumor, ese susurro creciente que se convierte en una vaharada capaz de incendiar un bosque en la noche. Una joven se permitió el desliz de emitir un trino celeste que desquebrajó las jaulas cristalinas donde habitan los secretos. Los vigilantes no tardaron en llegar a las inmediaciones del habitáculo del placer. El dios salvaje de 18 añitos atenazaba entre sus fornidos brazos a una ninfa natural del pueblo vecino, la cual enredaba a su vez sus cuatro extremidades en torno al robusto tronco del muchacho.
Fin de fiesta. Expediente, expulsiones y no mucha más investigación. Silencio abisal y saudade de aquellos tiempo lúbricos que no volverán. Las ninfas miran ahora en el patio, cariacontecidas al morderse las uñas, el cristalino borboteo de la fuente incesante de donde beben.
En la era del ADSL, ubicuo y celebrado por los tecnófilos, parece que la velocidad (rapidez) y la efectividad (exactitud) son los rasgos más sobresalientes de nuestro tiempo. Ya lo dejó dicho Italo Calvino en su Seis propuestas para el próximo milenio, libro que siempre recomiendo a los fervientes admiradores de la inteligencia humana (lo editó en su momento Jacobo Fitz-James Stuart en Siruela, ese que ahora anda litigando con su casadera madre por unas fincas de nada). De la misma manera, lo del Minotauro y las ninfas admite la combinación de dos sustantivos que, en este caso, se confunden mutuamente: monstruosidad y grandiosidad. Depende del humor de cada cual que tomemos uno u otro, o ambos al mismo tiempo, como cifra del asunto. Oh, el gran mundo, amigos.
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lunes, 5 de septiembre de 2011
Tapones de Vespino
Esta mañana, en un afamado restaurante del lugar donde trabajo, me he encontrado con el pasado adolescente. El encuentro estaba teñido de colores tragicómicos. Al principio sólo reparé en que un individuo de polo azul con banderita nacional ribeteada en el cuello del mismo y un moreno de agosto trepidante tomaba cervezas con una joven de pelo rubio-dudoso en la terraza soleada del local. Ambos observaban con inquietante interés un Porsche Carrera 911 aparcado justo delante de sus narices. La chica reía con histerismo de hiena todo lo que su acompañante le decía. Me senté al otro lado de la terraza. La risa seguía. La chica se levantó y fue hacia el coche, una especie de París Hilton después de hacer un cameo desafortunado en un episodio del Correcaminos: la caída de un yunque gigantesco sobre su cabeza la había achatado por los polos. Luce mal los pantalones pitillos y los tacones. Abre el coche con la colaboración del joven, que desde la silla acciona la cerradura para que ella extraiga del interior un paquete de tabaco, no sin antes introducirse en la boca algo así como una minipalmera azucarada que deglute con la boca abierta mientras vuelve a su asiento. El espectáculo es deplorable. Siguen riendo.
En vista de que la fama del local no da para tener camareros que atiendan la terraza, me adentro en el establecimiento y pido mi bebida. Un tipo de 60 años me perdona la vida y me sirve. Le dice a otro que permanece acodado en la barra que el colega de fuera y la gorda han quedado con el Lili para venderle el coche. Se ríen. Todo el mundo se ríe esta mañana. Yo no. Entre otras cosas porque hace un rato que he reparado en que el del Porsche es de mi pueblo; que en su tierna adolescencia cruzaba el pueblo a horcajadas de un Vespino rojo (Snoopy nacional y pegatina de Levi´s); y que su mayor afición era mangar tapones de gasolina de todo velomotor que se preciara para venderlos luego a precios asequibles a los mismos muchachos de cuyas motos salían.
Servidor no tiene querencia alguna hacia otros bienes materiales que no sean el jamón ibérico, el té chino (si este binomio es creíble) y el chocolate negro (si este trinomio también es creíble). Un coche es una máquina contaminante que sirve para transportar individuos con más o menos dignidad. Si es seguro y amplio, mejor. Un Porsche Carrera 911 no está hecho para mí. Siento desalentar a mis admiradoras. Cuento todo esto porque, de vuelta a casa, no he podido evitar pensar en lo que han ido transformándose los tapones de Vespino con el paso de los años para acabar dando el flamante artilugio. Puestos a calibrar el éxito obtenido a lo largo de la existencia de este ser, exponencialmente se trata de un hombre exitoso digno de figurar en la lista Forbes de la microeconomía. Creo que me equivoqué aquella noche cuando, montado yo de paquete en otro Vespino con mi amigo Marquito, hice caso omiso de una indicación luminosa acerca de un ciclomotor aparcado que aún mantenía intacto su tapón y que el prenda nos dejaba para iniciarnos en el mundo empresarial. “¡Ya es tuyo, chavááááááááááá!” gritaba a la vez que hacía un caballito con su moto. Qué diferente habría sido todo.
miércoles, 31 de agosto de 2011
El amor, esa bagatela
El amor, esa bagatela adolescente que a medida que pasan los años se va convirtiendo en otras sustancias de muy diferentes densidades (aburrimiento, costumbre, cansancio, militancia pequeño-burguesa, apareamiento, crianza, etc.), siempre tiene teóricos domésticos. Ayer me senté junto a dos en un vuelo low cost que me devolvía de la sucia Marsella a la City. Dos mujeres (pongamos Chari y Trini), de unos 45 años, sobadas por el tiempo y por la vida práctica de la soltería a edades avanzadas, hacían sudokus. Chari adiestraba a Trini en este arte matemático. En las dos horas de viaje, la aprendiz Trini, portadora de la revista Sudoku basic, apenas logró rellenar un par de casillas, más interesada como estaba en hablar del Paco.
Trini: “No lo sé, tía, que no me apetece ahora otra vez empezar y darle otra oportunidad. El Meetic nos unió y el Meetic nos ha separado. ¿Qué quieres que te diga?”
Chari: “Pues a empezar otra vez. Busca, compara y si encuentras algo mejor (seguro), te lo quedas y te das el gusto”.
A Trini le huele el aliento a papas aliñás mezcladas con extractos residuales de tabaco. De la camiseta de tirantas emergen unas espaldas entradas en carnes, fláccidas y descorazonadoras. Su mirada estabulada tras unas gafas de pasta roja es triste y ojerosa. Me pregunto si están estas mujeres más autorizadas que cualquier otra persona para hablar del amor. Supongo que sí. Me entristece que Trini sea incapaz de terminar su pasatiempo. Confío en que sea la cabeza puesta en Paco lo que no la deja saltar del sudoku básico número uno al dos. Ambas miran por la ventanilla cuando se anuncia el inminente aterrizaje. Sus cuerpos se amontonan sobre el cristal. Otean a vista de pájaro la vuelta al mundo gris de la costumbre y el desamor. La vida es flácida cuando no se logra terminar los crucigramas. Ojalá el otoño sea reparador.
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